miércoles, 10 de octubre de 2012

MANO DURA Y LIBERTAD


Todavía vamos de ida en el péndulo social y político nacional. Tras la evolución pacífica que supuso la Transición, los españoles iniciamos un viaje pendular que nos ha llevado invariablemente hacia el otro lado del compás. Cualquier atisbo de aplicación natural de  normas es tildado inmediatamente como franquista. Esto ocurre en política, en las empresas o instituciones y en la sociedad en general; incluso muchas veces en las familias.

Es la simplificación ignorante de quienes confunden el culo con las témporas y tienden a pensar que la única democracia es la asamblearia o la representada por la ambigüedad, dejadez o simple tendencia al pasteleo o la cobardía del responsable de turno.

Muchos pensamos desde un criterio absolutamente liberal que a mayor libertad más responsabilidad, y que a mayor responsabilidad más compromiso con la organización reglada y pacífica de una sociedad. Igual  que cuanto mayor sea el relieve social más graves han de ser también las consecuencias de sus actos.

La libertad en las democracias maduras

Las naciones democráticas más antiguas y consolidadas tienen los códigos penales más duros de lo que se dio en llamar, en confrontación con las dictaduras de todo signo especialmente las comunistas, el mundo libre. Y eso tiene su confirmación en la dureza de las penas aplicadas por delitos de todo tipo: desde los criminales a los defraudadores fiscales pasando por terroristas, violadores,  pederastas, delincuentes de cuello blanco, estafadores, corruptos, etc. Y, ¡ojo¡, alteradores del orden callejero en cualquiera de sus facetas que, impunemente, destrozan los bienes públicos y coartan la libertad de los demás. Y eso por no hablar del descrédito general de cualquier político o gobernante que simplemente mienta a sus ciudadanos. Como se dice por cualquier rincón español cuando nos enteramos de noticias al respecto procedentes de EE.UU, el Reino Unido, Francia o Alemania: ¡igüalico que por aquí!

Esas sociedades democráticas han resuelto con la aplicación rigurosa de la ley o de la decencia nacional algunas de las cuestiones más peliagudas que se les han planteado. Desde grandes estafas o corrupciones a terrorismos o provocaciones de otros países invadiendo su soberanía. Es sencillo imaginar qué ocurriría si cualquiera de sus partes quisiera separarse del todo por las bravas o por una política de hechos consumados largamente larvada. Probablemente no ocurriría  porque  sus gobernantes no darían ni hubiesen dado lugar: ¡igüalico que por aquí!, de nuevo.

El equilibrio

Aunque parece manida, no ha perdido  un ápice de valor la conocida aseveración de que la libertad de cada cual termina donde empieza la de los demás. Y tampoco es muy discutible que lo contrario al autoritarismo de una parte es la anarquía, que no es de nadie. Como también es muy cierto que en los puntos intermedios está la virtud. Y esa virtud en política debería estar en una democracia liberal seria alejada de cualquier extremismo. Y en donde la ley y las normas sean aprobadas por nuestros representantes legítimos salidos de las urnas, que no de los partidos que se reparten el bacalao miserablemente. Aparte de que la igualdad de todos ante las leyes y reglamentos, y la de oportunidades reales para desarrollar cada cual sus potencialidades,  estén basadas en una auténtica separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y en una justa visión no paternalista del reparto de la riqueza, con criterios objetivos entre los que más y los que menos tienen. Sin llegar, claro está, al enquistamiento endogámico o a la confiscación efectiva de los posibles que cada cual pueda alcanzar con su esfuerzo; ¡igüalico que por aquí!, reitero.

¡Cuánto golfo!

No es necesario aclarar, pienso, a cuento de qué viene todo lo anterior. Seguramente tendríamos mil ejemplos comunes que están en el imaginario popular. Políticos embusteros de antifaz y adláteres de trinque, descaro y mamandurria; corruptos todos. Sindicalistas piqueteros, empresarios y financieros golfos de prebenda, influencias  y subvención; sinvergüenzas probados. Altísimos funcionarios de pesebre, ilustrísima y prevaricación; cánceres sin escrúpulos ‘metastásicos’; o simples getas que andan por la vida sin dar golpe viviendo de quien trabaja y paga impuestos; listillos que si hubiera justicia social auténtica serían pasto de escarnio público.

Personalmente firmaría cualquier deseo secesionista de quien quisiera, sin problemas; pienso que España no los necesita. Pero si fuera gobernante tendría que defender a la mitad de ciudadanos que no quiere tal cosa; españoles que han contribuido allí, y desde aquí, al desarrollo de esas sociedades trabajando, consumiendo y con sus impuestos.

Y les crujiría con ganas a los golfos de toda condición – cuanto más altos más fuerte-  y a los que impidieran el ejercicio de su libertad a los demás: pasear, trabajar, circular, descansar, a disfrutar de lo suyo, etc.  A los políticos partidistas los pondría a currar de verdad para todos y a pan y agua un tiempo ¡Por inútiles peligrosos!

Mano dura

Así que, aunque alguien me llame franquista por ignorancia de aquello, o peor; desde mi más absoluto liberalismo ejerciente, exijo, porque contribuyo con muchísimos más, que mucha mano dura con los que atenten contra la libertad, la honestidad, la paz, la propiedad, el futuro, la unidad, la justicia, la  concordia, la igualdad y el bienestar de los españoles; ciudadanos que mantienen el tinglado nacional con el rendimiento de cinco de sus doce meses de trabajo al año.Y cuanto más grande sea el mono, más leña, que hay más goma.

La libertad se legitima cuando se defiende.

Y para eso no hace falta un dictador, contra lo que piensan algunos. Basta con  demócratas convencidos, estadistas,serios, inteligentes y ‘con un par’; como tantos ha habido en la historia reciente del mundo. ¿Necesitan ejemplos?

Cuanta más libertad, más mano dura en aplicación de las leyes – cuantas menos y más claras mejor- y de la responsabilidad que cabe exigirse.

Y no nos rasguemos ninguna vestidura por ello; que esa es otra hipocresía nacional.

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