Producto
de las sucesivas irresponsabilidades de quienes nos han gobernado en el último
decenio, el panorama es inquietante. Muchos ciudadanos, aburridos ya de nombrar
al dúo del pavor que han encabezado esos gobiernos, con el gallego todavía al
frente del último; se han refugiado en un pasar de la política que tampoco es
recomendable. Por ese hecho, arguyen desde distintos foros, los mediocres
galopan a sus anchas por las moquetas de nuestros impuestos.
El
de León, en cualquier otra circunstancia política y social más seria, no
hubiera pasado de cualquier ayudantía a profesores universitarios con cierta enjundia,
o de diputado ‘pulsateclas’ como estuvo tantos años por el sistema de listas
cerradas que nos desespera. Y el de Pontevedra, de ayuda de cámara de políticos
con más bagaje, gracias también al sistema de medro en los partidos que nos
asolan; o de probo registrador de la propiedad, a lo que nunca debió renunciar
por el bien de los contribuyentes a los que masacra.
Falso reformismo
Ahora
se han sabido dos circunstancias que dicen bien a las claras las falsas ansias
reformistas del tal Rajoy. A pesar del tremendo ajuste que ha hecho el sector
privado de nuestra economía, resulta que el montante de los sueldos públicos ha
aumentado en los últimos años. Y, escandalosamente, se sigue subvencionando a
partidos y sindicatos a despecho del clamor popular en contra de esas
mangancias encubiertas con eufemismos de toda índole. Aunque no me gusta el
término por generalista e indeterminado, cabe decir que el presidente del
desgobierno es un clarísimo representante de la casta política que parasita a
la sociedad española desde hace ya demasiado tiempo; subconjunto de eso que
llaman ‘élites extractivas’.
Tiempo de mentiras
Y
ahora nos viene el despelote gubernamental y político con la llegada de un
carrusel electoral encadenado; elecciones europeas, locales, autonómicas y
generales en los próximos dos años y pico.
A
nivel nacional vendrá el tío Mariano con las rebajas fiscales – ya han empezado
a anunciarlas -, y bajando al feudal saldrán los ‘taifeños’ con las
reivindicaciones de todo tipo que hasta ahora no se han atrevido a exponer en
voz alta. Ya han empezado también, como es el caso de los presidentes mediterráneos
abanderando el proceso de quejas generalizadas por los mimos a la ‘robada’
Cataluña. A este respecto hay que señalar que el inefable Montoro está jugando con una
supuesta baza que hace tiempo debería haberse hecho pública: las balanzas
fiscales de las autonomías. Cuestión ésta que quizás hubiera impedido
‘sanbenitos’ demagógicos como los enarbolados por Mas y compañía, antes de
tirarse al monte independentista, salvo que sea tan manifiesta su injusticia
que encima les otorgue alas en su carrera hacia la nada. Sea como fuere, la
transparencia en las cuentas públicas nunca debería ser una excepción oportunista
sino una normalidad obligada en todo gobernante.
Es
otro más de los juegos que se traen los políticos con minúscula que nos ha
legado la prostituida Transición. Tan loable en tantos aspectos, pésele a quien
le pese, como mal llevada en su continuidad por la apatía de quienes deberían
haberse percatado de que nada vivo permanece quieto. Todo en esta vida debe ir
actualizándose, y mucho más en los vertiginosos tiempos en que vivimos:
cualquier realidad empieza a quedarse vieja cuando aún está madurando. Y eso es
así, para pasmo de todo tipo de conservadores que ven en cualquier cambio un
riesgo extremo.
Los
peligros están en el inmovilismo que ejercen personajes como el actual
presidente del Gobierno o su oposición más relevante. La imaginación debería
ser una cualidad fundamental para la política; con la honestidad, los valores
humanos y la capacidad de sacrificio.
Incumplir
contratos electorales – los programas - ; mentir – los papeles de Bárcenas y
similares -; y la cobardía – no acometer los temas con valentía a riesgo del
propio puesto o no decir la verdad a los españoles -; son demasiadas evidencias de lo peor de un
gobernante.
La realidad callejera que no sale en los
papeles
El
resultado de todo ello, junto con la envenenada herencia de su predecesor, será
una España ingobernable salvo chanchullos a todo plan, producto de un mapa
electoral dividido en demasiadas opciones políticas con escasas posibilidades
de gobierno. Si a ello le sumamos la ruina que padecemos, y la expulsión del
mercado hacia la economía sumergida de decenas de miles de autónomos y pequeños
empresarios, más la incapacidad manifiesta de hacer el ajuste del sector
público y la inevitable reforma constitucional que la mayoría demanda, consenso
mediante; tendremos perfilado lo que nos espera.
Hace
poco un amigo ha hecho reformas en su vivienda: fontanero, electricista,
carpintero, tapicero, pintor, albañil y cerrajero. Importes individuales de
varios cientos de euros y ni una sola factura por deseo expreso e innegociable
de aquéllos; todos hasta hace poco en la
economía aflorada. Otro amigo, votante tradicional del PP, confesaba su
decisión de no votar, o de hacerlo por
cualquiera de los partidos pequeños de centroderecha, a lo que se sumaron
bastantes de quienes le escuchaban. Y el tercer ejemplo era de un sufrido
empresario que aún mantiene su taller abierto, y confesaba su temor cerval a
que se hiciera la reforma del sector público poniendo en el mercado laboral a
los centenares de miles de empleados, que no funcionarios, sobrantes; porque
imaginaba las calles a tiros. Alguien le argumentó que eso ha pasado en el
sector privado, con millones de nuevos
parados, y no ha habido ninguna revolución. Tal es el miedo que infunden a los
que mantienen el cotarro con su esfuerzo los paniaguados de los gobernantes.
Con
esos mimbres es difícil que hagamos en España un buen cesto. Sólo nos queda,
como tantas veces hemos dicho, el optimismo congénito de los españoles. Como en
el romance del Mio Cid, ¡qué buenos vasallos si hubiese buen rey!