Como
cuando de críos jugábamos en las calles, ayer pudimos contemplar dos
espectáculos bien diferentes con un mismo valor brillando: la intensidad. Y
daba entonces igual quién hacía de quién. Niños policías y niños ladrones con
idéntica ilusión en el juego. Buenos futbolistas y también menos lucidos con el
denominador común de buscar el triunfo a base de ilusión, de lucha y momentos
de juego excelente. Y en todas esas facetas se puede brillar si se ponen en
juego los argumentos propios, pero sobre todo la intensidad citada.
El
sábado, tanto en el Alfredo Di Stéfano
como en el Vicente Calderón se
vieron unos jugadores intensos en el juego, sin reservas, desde perspectivas
distintas y valías diferentes, y con dos árbitros muy dispares: uno
malo-malísimo y otro muy bueno.
Los
futbolistas del Real Murcia hicieron un partido excelso sobreponiéndose a las
circunstancias nefastas del horrendo arbitraje de un impresentable vestido de
negro, pero desnudo de cualquier atributo que explique cómo le dejan ser juez
de un partido de fútbol. No recuerdo su nombre ni tampoco me importa, porque de
personajes así lamentablemente está sobrado nuestro fútbol. Se suele remarcar
lo difícil que es arbitrar, y es cierto, pero hacerlo tan mal es aún más
complicado. Echar a dos jugadores del mismo equipo en los primeros veintitantos
minutos, en dos jugadas harto discutibles, sólo está al alcance de un
indocumentado que, además, hace gala de ello con unas maneras de dictadorzuelo
de opereta. Y los granas supieron hacer su partido adaptado a tales desgracias
originadas por un árbitro que es una desgracia en sí mismo. Y lo hicieron con
juego, intensidad y la ambición de ganar un partido que afrontaron durante
setenta minutos con dos menos y un gol por abajo; y casi lo logran. Enhorabuena
a los profesionales que ayer dejaron en Madrid un partido para el recuerdo.
En
el Calderón vimos a los dos mejores equipos de la Liga hasta ahora con la misma
intensidad y rachas de buen juego, cada cual desde sus excelencias. Los
blaugranas tocando y los rojiblancos con una velocidad suprema. Y, además,
tuvieron y tuvimos quienes disfrutamos del partido a quien es seguramente el
mejor árbitro español de primera división. Y de los mejores que recuerdo en mis
más de cincuenta años viendo fútbol de un modo consciente. Matéu Lahoz deja jugar al fútbol y tiene eso que se llama
autoridad, porque además del poder que le da su papel en el terreno de juego lo
ejerce desde la norma y la comprensión de lo que es un juego de choque. Es
desesperante ver a otros trencillas que a la menor disputa con alguien en el
suelo disparan con el pito como los malos de las películas sus pistolas. Y
mucho más rápido si el que cae es un defensa acosado por un delantero. El
resultado de los buenos arbitrajes es que propician más tiempo de juego real y
una rapidez en el juego que otorga al fútbol su máxima belleza. Por eso los
primeros sorprendidos son los futbolistas, que acostumbrados como están a los
conciertos de pito desafinado de tanto mal árbitro, se quedan parados en cuanto
alguno de ellos cae al suelo en la disputa de un balón. ¡Qué delicia ver
partidos pitados por jueces de juego que dejan jugar!
Aunque
hubo escasas ocasiones de gol, el Atleti y el Barça nos brindaron un partido
estupendo. Y no sólo por su intensidad, sino porque adaptaron sus excelencias
técnicas a las exigencias de aquélla, viéndose algunas jugadas extraordinarias
de jugadores igual de extraordinarios. Y al final se dio un resultado justo a
tenor de los méritos de unos y otros. Ninguno de ellos mereció perder y, sin
embargo, sí ganar. Así que empate y punto.
El
beneficiado de tal circunstancia será el Real Madrid si logra ganar al Español.
La Liga se pondría en un pañuelo, dotándola por arriba del interés que los
despachos le niegan con un reparto de los dineros de la publicidad televisiva
también malo-malísimo, por injusto y favorecedor en extremo de culés y
merengues.
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