Me gustan
las novilladas y los partidos de juveniles porque el genio aflora. Sin embargo,
cuando aprenden a torear o a jugar con profesionales, la mayoría se malvan.
Cuando se
curtían en capeas y calles, en vez de pisar escuelas de toda ralea, escanciaban
después las esencias atesoradas. Y los buenos, todavía ahora, visten de luces o
portan camisetas importantes encaramados a su genio si tienen la suerte de maestros
inteligentes y respetuosos con su personalidad. De lo contrario, si les enseñan
los intríngulis del oficio profesionales del días y ollas y del prohibido
inventar o molestar, se tornan en burócratas de lo mediocre en lugar de crecer.
Y hay demasiados castradores del arte en la dictadura de la normalidad.
He
coincidido con aficionados veteranos siguiendo a novilleros y toreros, y uno de
ellos, en uno de esas sentencias de sabiduría popular, me dijo: “en cuando le
han enseñado a torear ha dejado de gustarme”.
Recuerdo los
primeros partidos de Vinicius y de Ansu Fati como estallidos ilusionantes.
Eléctricos en sus regates, veloces, sin complejos ni miedo a perder balones,
perseverantes en los encares y perfilados siempre hacia adelante.
Desgraciadamente, conforme juegan partidos cogen poses y vicios conservadores,
aunque todavía amagan genio; seguramente más veces de las que quisieran sus
técnicos e incluso algunos de sus compañeros. Guardo en mi retina muchos casos parecidos en sesenta
años de fútbol.
Por eso,
cuando disfruto de Messi o de Cristiano casi tanto como el primer día,
doy gracias a Dios de que nadie les haya “enseñado” nada. A ellos,
afortunadamente, ningún funcionario del balón ha conseguido castrarles. El
argentino dribla con la misma perseverancia que cuando tenía diecisiete años y
le importa poco perder uno o diez balones. Y el portugués ve portería por todos
sitios, aunque a veces se desespere por no hacer gol pese a infinitos intentos.
Si acaso, algún entrenador inteligente les ha cambiado de posición para
explotar mejor sus condiciones o los ha ido centrando conforme pasan años.
Hay técnicos
que se trastornan con la pérdida de balones en ataque, pero les importa poco
trastornar a sus genios o aburrir a los aficionados que deben soportar un
estilo mal copiado de aquel gran Barça de Guardiola
y de nuestra Selección desde Luis,
queriendo controlar siempre el juego tocando y tocando, saliendo desde atrás,
sin tener en cuenta si tienen o no futbolistas adecuados: Xavi, Iniesta, Senna, el mejor Busquets…
Y también
hay futbolistas veteranos o con más nombre que fuerzas que les trastornan los
jóvenes recién llegados queriendo explotar sus condiciones de descaro y
velocidad. Las palabras de Benzema a
Mendy respecto a Vinicius son un
claro ejemplo. El francés, buen jugador sin lugar a dudas, prefiere el pase
corto y la pared futbitera al juego largo o la velocidad. En su especialidad es
un genio también, pero nunca le han dado las piernas para llegar al remate tras
una carrera de cuarenta o cincuenta metros. Por eso, aunque destila arte en su
estilo, jamás ha sido un goleador regular de veinticinco o treinta goles por
año. Y ya lleva alguna decena jugando con los mejores del mundo. Si a cualquier
otro delantero centro de los que han pasado por el Madrid en esos años le hubieran
dado las infinitas oportunidades de las que ha disfrutado por ser quien es, seguramente
hubiera hecho más goles que el ojito derecho de Pérez. Solo en sus últimos dos años se ha convertido en esencial,
con justicia, pero en sus primeros seis o siete tuvo a la afición blanca
dividida por indolencia persistente.
Y llegamos a
la sinuosa selección de Luis Enrique:
ni está ni se le espera entre las mejores de Europa. No se trata del facilón
recuerdo de los ausentes, pero tal vez con Thiago
y su generación: Canales, Aspas, Koke, Parejo, Alcácer…, mezclados con jóvenes, podría mejorar. En
todo caso, el fútbol español está en transición, pero no ayuda dejar a Traoré —imprescindible— en el banquillo
o sacarlo por la izquierda cuando el carro zozobra, como ocurre con varios de
sus compañeros que lo buscan solo a la desesperada.
Tampoco es
camino empecinarse en sempiternos jugadores de club; siempre los hubo. Buenos
en sus equipos, pero romos y faltos de genio para conquistar mundos. Y el sábado
ante Suiza sacó demasiados: Olmo, Oyarzabal, Merino…
Además, como
sentenció un técnico de culo pelao, Paco
Jémez, “¿si tengo un buen delantero, por qué voy a inventarme otro falso?”