Los
políticos pueden dar todas las vueltas que quieran, pero mientras no inspiren
confianza, empezando por ellos mismos, y los demás no recuperemos el sentido común no tenemos nada
que hacer; habrá crisis para rato.
De dónde venimos
Venimos
de los peores ocho años de nuestra historia reciente: una calamitosa
administración socialista central con Zapatero
a la cabeza; una despilfarradora administración autonómica con protagonistas
populares y socialistas con ayuda de regionalistas e independentistas de
diversa condición; una oposición conservadora bipolar con cuatro años al ataque
escocida por las extrañas circunstancias del 11-M, y más de tres contemplativos
en la creencia, acertada, de que en España no se ganan las elecciones sino que
se pierden; una corrupción demasiado llamativa protagonizada por golfos de
distinto pelaje tanto entre políticos y funcionarios desvergonzados como entre
supuestos empresarios y profesionales de baja estofa; unas cajas de ahorro que
han dilapidado – ya analizamos en estas mismas páginas la génesis del desastre-
una centenaria historia de nobleza y utilidad, y que con algunos bancos se
dieron a la lujuria del beneficio supuestamente fácil a través de los más variopintos entramados;
un banco central bastante laxo en el control de los desmanes de aquellos a
quienes tenía que regular, y que le dio la puntilla a una gran parte del
sistema financiero con disparatadas iniciativas de SIP y similares; y de una
sociedad que se acostumbró a vivir como rica cuando no tenía los cimientos
suficientes para ello, amparada en las posibilidades de ganar dinero fácilmente
en torno al mercado expansivo de la promoción inmobiliaria, tanto en sueldos
directos e indirectos disparatados como en especulación pura y dura de suelo o
de compra venta rápida de viviendas; algunos ganaban más que los propios
promotores.
Todo
lo anterior trufado con unas instituciones como sindicatos, organizaciones
empresariales, universidades, clubes deportivos, televisiones mil y otros
medios, asociaciones, fundaciones y entidades diversas revoloteando alrededor
del boyante pastel económico público para trincar su subvención.
Dónde estamos
Tenemos
un gobierno diletante y una oposición desnortada, en el mejor de los casos, y
los españoles vivimos en una espiral demoníaca de desconfianza en nuestra
realidad presente y en nuestros políticos, así como en nuestras instituciones
fundamentales democráticas y, lo que es peor, en que sean capaces de sacar
España adelante. En suma, vislumbramos
un futuro bastante incierto para nuestros hijos.
Además,
contamos con la desconfianza de todo el ‘mundo mundial’. Nadie se fía de
nosotros; ni gobiernos próximos ni lejanos ni sus organizaciones económicas, ni
bancos extranjeros ni gestores de fondos de cualquier tipo ni inversores en
renta fija – los famosos mercados, que
no llevan cuernos ni rabo- ni, por supuesto, de la variable. Somos un país
económicamente apestado y esto tiene muy mala pinta.
De qué nos extrañamos?
En
cuanto los focos de la prensa mundial se han fijado en España han esparcido
todas nuestras vergüenzas. Seguramente es injusta la desastrosa imagen general
que se empieza a tener de nuestro país en cualquier rincón del mundo, pero es
lo que sucede cuando en lugar de gestionar uno su comunicación se la gestionan
- ¡Ay los mutis de Rajoy!-. Y el
ventilador de la prensa mundial ha esparcido demasiada porquería sobre España;
nosotros mismos les hemos ayudado demasiadas veces con informaciones económicas
contradictorias y absurdas declaraciones y disputas domésticas.
Y
tampoco nos podemos extrañar, ni demonizarlo, de que los alemanes, por ejemplo,
estén más que preocupados por nuestra situación. Resulta que de los euros que
nos dieran en Europa más de uno de cada cuatro sería de ellos. Y claro, no
quieren nuestras irresponsables alegrías con sus cuartos. ¿ Usted qué pensaría?
Qué hacer?
Sólo
hay un camino para recuperar la confianza de quienes tienen que ayudarnos a
salir del abismo: que seamos capaces de entender y aceptar dónde están nuestras
debilidades y de intentar superarlas con decisión. De paso recuperaríamos
también la confianza en nosotros mismos.
Muchos
pensamos que habría que empezar por refundar nuestro Estado cambiando todo lo
que hubiera que cambiar. La Constitución, por ejemplo. No nos cansemos, un
estado con diecisiete naciones – dotadísimas de todo y con notables vocaciones centrífugas- y docenas de miles de
ayuntamientos, más tantas mancomunidades, diputaciones, etc., es inviable.
También
deberíamos trillar de una vez el sistema financiero y que queden sólo las
entidades viables privadas. Las
capitalizadas con fondos públicos deberían ser nacionalizadas - aunque sea temporalmente- e intervenir en
la economía a precios razonables. Al
tiempo evitaríamos los previsibles abusos de una oferta bancaria tan reducida.
Y,
finalmente, deberíamos recuperar todos aquellos viejos valores de la previsión
para nuestro día de mañana y el de nuestros hijos. Olvidarnos del todo lo
público gratis o casi, y vivir de acuerdo con nuestras posibilidades reales.
Nuestros abuelos nos lo enseñaban por sabiduría popular basada
en la nada desdeñable experiencia histórica,
y nuestra sociedad, la de las generaciones que creemos tan preparadas y
brillantes – mil máster de todo y escuelas de negocios y ninguna de ética y
sentido común- ya vemos adonde nos ha
llevado. No hablo de renunciar a cuestiones básicas, como unas pensiones dignas
y una sanidad y educación públicas eficaces, pero también eficientes. Me
refiero a los abusos de toda clase que han proliferado en España pensando que
el dinero del estado, y el de los demás,
no tiene dueño.
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