Quiero
escribir solo de fútbol, pero como una sustancia pegajosa la tristeza se agarra
a mis dedos. Y es que, parece que hasta el verde del césped se haya tintado del
gris otoñal que tanto se resiste.
Esta semana
hemos tenido Champions y el Madrid sigue justito, el Barça relativamente romo,
dentro de su magnífico inicio de temporada, y el Atlético navega zozobrante
entre el pasado guerrillero y el futuro prodigioso que Simeone desea. Nunca son fáciles las mudanzas ni los cambios, y
mucho menos los esenciales. De peleón a artista media idéntico trecho que entre
ignorancia y sabiduría: errores, inteligencia, coraje y tiempo. Y quizás este
año los atléticos deban hacer su travesía desértica, los blancos acostumbrarse
a que Ronaldo se acabará algún día y
los blaugranas asimilar que sin Messi
también cabe la gloria. Solo el Valencia de Marcelino vuela la birlocha imaginativa che con sus gratos
recuerdos recientes; de nuevo suena la pólvora festiva en Mestalla.
Pero
volviendo al inicio, con la búsqueda de la causa real de su muerte en apogeo,
puedo escribir esta noche con Neruda
las reflexiones más tristes por uno de los futboleros que admiro: Pep Guardiola, cuando no logro aislarme
de cuanto nos rodea por su querida Cataluña. Imagino cómo se sentirán miles de
aficionados españoles, muchos nacidos ya tras la democracia conseguida en el
78, que gozaron con su juego y después con su excelsa labor técnica culé, y
contrapongo la prudencia de Valverde
o la sabiduría de Zidane, quien no
carente de ideas manifiesta que solo habla de fútbol en el fútbol.
Hace años
que denuncio su deriva política por lo que supone de responsabilidad en lo que
sucede y ocurra; en el odio que ya se manifiesta y en la sangre que acarreará.
Y no exagero. La historia nos enseña lecciones inolvidables porque nuestras
raíces anidan en el pasado; en España hemos tenido muchas desde hace casi
doscientos años, y todos esos episodios empiezan ilusionantes y acaban
desgarrados. Como decía Maquiavelo,
cuando se envenenan las mentes con grandes esperanzas y promesas paradisíacas
de los políticos y príncipes de turno, no aciertan a verla hasta que es
irremediable la ruina que subyace en su república. Esa que empieza a aflorar en
Cataluña.
Anhela
Guardiola que el camino emprendido por el PP con el apoyo de PSOE y Ciudadanos
no genere violencia, y olvida que una parte alícuota de responsabilidad será
suya si tal desgracia ocurriera, precisamente por ser uno de los impulsores
mediáticos de la deriva independentista que nos arrastra. Por muy trilladas, no
entro en valoraciones de oportunidad, políticas, históricas o simplemente
democráticas, que tienen pocos pases cuando se saltan las barreras legales por
las bravas, pero sí advierto que eso tiene un nombre: revolución. Y las
revoluciones siempre se apoyan en cadáveres. Y no se puede llamar a engaño, ni
valen sus pucheros plañideros por tal desgracia, pues añade el de Sanpedor el
indudable principio revolucionario de que “la voz del pueblo es más fuerte que
cualquier ley”.
Después
adorna sus argumentos con la simpleza de que “no hay más civismo que las
ideas”. Este absurdo se desmonta con una mirada burda a la historia. El nazismo
y el socialismo real o comunismo también eran ideas ilusionantes para millones
de ciudadanos alemanes y rusos que suponían en ellas ansiados paraísos terrenales,
y generaron decenas de millones de muertos propios y extraños solo en Europa
hace menos de un siglo. Como hemos reiterado, en España y en Cataluña tampoco
andamos huérfanos de experiencias parecidas. Y las sufrieron antepasados de
todas las extracciones sociales e ideológicas: carlistas, republicanos, monárquicos,
anarquistas, marxistas de diversas obediencias y credos, derechistas, empresarios,
sindicalistas, burgueses, religiosos, intelectuales, universitarios, juristas, militares,
periodistas, policías, separatistas y nacionalistas, ricos, pobres, mujeres,
hombres, ancianos y niños; los autollamados luchadores por la libertad y sus
contrarios, con cuantos muchos matices caben; militantes y voluntarios,
llamados obligatoriamente a filas o que pasaban por allí. Todos yacen ahora en
la memoria del tiempo. Y sería aleccionador escuchar sus voces sobre aquellas utopías
y realidades, o imaginarlas. No es difícil.
Finalmente,
mi admirado por tantas razones, Guardiola, asegura que el sábado fue un día
triste para Cataluña, para España y el mundo. Y desde mi acongojado cornijal
murciano en estas horas inciertas, que tan bien versara nuestro Vicente Medina, y con su cansera, me
atrevo a emular al sevillano Bécquer
para decirle abonico, por corresponsable y decepcionante para tantos: tristeza
eres tú, Guardiola.