La sencillez es la virtud del que no tiene otra; como la
humildad. La cercanía es propia de los vulgares; como la mediocridad. Y la
elegancia en la discusión es sinónima de debilidad, cuando no de cobardía. El Papa Francisco parece un paradigma de
todo ello.
Sus
afrentas demagógicas
Porque decir que la pobreza actual en el mundo es
producto de la modernidad es una
bofetada a quienes han propiciado la sociedad del bienestar. Y que es necesario
denunciar todos los abusos, empezando por los propios sin reparar en sus
consecuencias, es de inconscientes. Hablar de caridad es de bajeza de miras. Y
de falta de libertad, en los tiempos que corren, de ingenuos.
En definitiva, manifiesta su demagogia cuando se ampara
en las desigualdades sociales como causas de los comportamientos indeseables
que demasiadas veces sacuden nuestra sociedad; la que de verdad abandera la
justicia. Y lo mismo cuando proclama que el paro, y por supuesta la pobreza,
preceden a la indignidad personal y social, sin caer en que es algo
consustancial e inevitable con el avance tecnológico y con la ausencia real de
voluntad de trabajar en muchos, porque el mundo moderno que nos hemos dado conlleva
desgraciadamente esos detritus.
Es muy fácil criticar a los poderosos cuando se es
también muy poderoso liderando a una institución híper piramidal, como la
Iglesia Católica, con dos mil años de historia; la única con esa antigüedad en
el mundo. Y se permite la suficiencia, desde tal fortaleza, de permitir cauces
de expresión a temas tan cerrados hasta ahora en la misma como el celibato o el
acceso de la mujer al orden sacerdotal; pura condescendencia.
Sus últimas
palabras
Por todo ello, es capaz, al mismo tiempo, de condenar los
crímenes cometidos bajo determinadas banderías religiosas, exigiendo a sus
líderes que hagan le secunden; y de
mostrar cierta comprensión con quienes atentan contra la libertad de expresión
comparándolos con la de quienes lavan cualquier afrenta a su madre con un
puñetazo en el rostro del ofensor, por aquello de que toda libertad tiene un
límite. Y se permite hablar, desde tal altivez, de caridad, de justicia, de
generosidad, de lucha por las igualdades, de la defensa de la familia, o de
respeto a cualquier creencia religiosa como uno de los valores íntimos del
género humano etc.; además de criticar cualquier tipo de corrupción y de
señalar los escándalos que generan como el peor de los pecados. Y de la
mentira. ¡Ay, las mentiras de tantos demonios envueltos
en ropajes variopintos! Provocación en estado puro.
Humildad
y elegancia
¿Qué se habrá creído?, se preguntan algunos desde alturas
parecidas, o asimilables, cuando se sienten aludidos. Como otros muchos desde
la calle más ramplona.
Pero en esto, viene alguien y te dice:
- - Sí, sí, lo que tú quieras decir y la voluntad que tengas de engañarte, pero reconocer que demasiados mandos intermedios de la inmensa institución que preside han cometido abusos de todo tipo, sexuales incluidos, consentidos y amparados también en demasiadas ocasiones por altos responsables de la misma; y pedir perdón por ello y por todos ellos, tomando medidas tajantes inmediatas y denunciándolos ante la justicia humana, aparte de ocuparse personalmente de algunos de ellos – lo de Granada es un ejemplo-, denota una valiente humildad institucional, social y personal que tiene escasos parangones en el mundo.
Y te paras a pensar. Y antes de que reacciones, añade:
- - Y tener la vergüenza de señalar los errores históricos de su Iglesia a lo largo de los siglos, con especial mención a las guerras por motivos religiosos que provocaron, amén de denunciar las torturas y los crímenes públicos execrables cometidos en aras de la pureza de la fe de sus fieles; antes de criticar el terrorismo parisino en nombre del Islam, por ejemplo, es de una elegancia también sin parangón en el panorama social y político que nos rodea.
Entonces te caes del burro. Y al principio como encogido,
pero luego a todos los vientos, gritas hacia tu alrededor:
- - ¡¡ Por qué no habrá más provocadores de este tipo en el mundo!!
La
esperanza de su ejemplo
Y quien te escuche desde la decencia; católico o no,
cristiano de cualquier creencia, musulmán, judío, budista, ateo, agnóstico,
etc., o cuarto y mitad; así como muy de derechas, de derecha simple, de centro,
de izquierdas, de extrema izquierda o de medio pensionistas del mundo unidos,
pensarán contigo, y muchos lo gritarán también:
- - Con provocadores así, al fin del mundo.
Porque con su
claridad, cercanía, humildad, elegancia, valentía y sencillez, el jesuita
y Papa Francisco se ha ganado el respeto
de casi todos, cuando no el cariño emocionado. Y solo halla incomprensión o
beligerancia en unos pocos, los que se sienten aludidos como mayores pecadores,
porque para la inmensa mayoría su
palabra supone una esperanza ilusionante como oportunidad regeneradora del
mundo que nos rodea.
Quizás la mejor para recuperar el espíritu de los valores
perdidos. Lo más definitorio de la condición humana.
En la convulsa etapa histórica que nos espera, y ya
alcanzados por sus primeras volutas, bienvenidas sean sus palabras y muy largo
su pontificado en Roma. Que no cese y cunda el ejemplo.
Pd. Disculpa, Pepe Moreno, por copiarte el chocante inicio
argumental de una charla pública tuya hace ya más de treinta años con otros
motivos y en otros lares. Agradecido.
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