La generación española posterior a la Guerra
Civil y a la II Guerra Mundial tenemos la suerte de no haber sufrido aquellas
calamidades y las experiencias de conocer los pros y contras de un régimen
autoritario y de vivir una transición ilusionante hacia una democracia, con sus
luces y sombras, dentro de la singularidad que representó hacerlo en paz; eso
que ahora se menosprecia aunque contara con reconocimiento mundial. Las
sociedades democráticas que nos rodeaban por lo que suponía de llegar a puerto
tras una larga travesía y quienes navegaban aún las aguas procelosas de la
ausencia de libertades públicas, algunos hermanos de lengua aún siguen, por el
ejemplo. Y por todo ello tenemos cierta perspectiva.
Un rey
moderno
Juan
Carlos I
supo estar a la altura de las circunstancias y devolvió la soberanía al pueblo
renunciando al inmenso poder recibido de Franco.
Y fue para la inmensa mayoría el adalid que posibilitó la Transición, desde
entonces con mayúscula. De ahí la excelente imagen que se ganó dentro y fuera
de nuestro país. Pero el tiempo ha pasado para todos y para él también. Un
tiempo que ha ido emborronando logros históricos por la corrupción en
demasiados altos niveles españoles y que a él también le ha enfangado. Y ahí comparte las culpas con quienes desde
el poder político no han sabido ni querido poner coto a desmanes de todo tipo.
Si los políticos españoles son mal vistos por los ciudadanos, desmérito que se
han ganado a pulso desarrollando una democracia muy débil, él tampoco ha sabido
reverdecer el faro que iluminara el futuro de España y su imagen se ha ido
deteriorando hacia la de un rey anticuado. Lo mejor que ha hecho sobre todo en
el último decenio ha sido el de abdicar.
Si nuestro futuro fuera una monarquía, que es
lo legalmente establecido en la Constitución que se dio mayoritariamente el
pueblo español en referéndum en 1978, necesitamos que su sucesor se gane el
título de Regenerador; Felipe VI el Regenerador le llamábamos desde esta
tribuna en febrero de 2013. Hace más de un año que la abdicación era necesaria
tras truncarse la esperanza que suponía para millones de españoles de todo
signo la llegada de Rajoy a su
omnímodo poder, tomando los derroteros de la misma ruina social del gobierno anterior,
y la imposibilidad del propio monarca para propiciar un cambio de rumbo por
falta de carisma y de fuerza moral.
Necesitamos un rey moderno que sepa desde su
primer y segundo plano, como meramente representativo, impulsar el cambio
social que España necesita. Y el primer escalón de tan difícil escalera es el
de ir recuperando los valores perdidos. Pero su padre tampoco lo tenía más
fácil en noviembre de 1975.
Banderas
viejas
Si por el contrario nuestro futuro fuera una hipotética
república, desde luego no pasaría por enarbolar la bandera de la II República
española de abril de 1931; ese régimen que por fas o nefas acabó enfrentando a
media España contra la otra mitad dando lugar a la peor calamidad española conocida.
Sin entrar en culpas directas o inducidas,
que para eso están los numerosos análisis a mano – unos más objetivos que otros
pero que aproximándose a ellos en conjunto y sin prejuicios dan una idea muy
aproximada de la realidad-, hay unas cifras tan aterradoras como indiscutibles.
Nuestra Guerra Civil produjo más de medio millón de muertos, la mitad de ellos
en el frente y la otra mitad en las dos retaguardias al margen de hechos de
guerra. Redondeando, y dentro de la vergüenza que tanta sangre derramada
supone, hubo sobre ciento veinticinco mil víctimas represaliadas bajo esa
bandera tricolor que ahora tan alegre como ignorantemente alzan algunos. Y sin
entrar en juicios ni valoraciones sobre ellas ni en las similares ejecutadas
por el bando de enfrente, siempre es el momento de decir, como hizo el
presidente republicano Azaña tras el
salvaje enfrentamiento: “Paz, piedad y perdón”. Y de tener mucho respeto hacia
sus descendientes, al que ahora faltan quienes enarbolan cualquier bandera
manchada de sangre.
El propio Anguita, comunista y republicano, ha dicho, y muy bien, que la
supuesta tercera república no llegará con manifestaciones folklóricas ni con
celebraciones bajo esa bandera morada y tricolor reivindicando la II República.
No sé en qué sentido lo dice, pero en todo caso sería imprescindible olvidar de
una vez la peor etapa moderna de nuestra historia y mirar hacia adelante sin
facturas pasadas y reflexionando sobre qué futuro queremos. Eso que hicimos ya
una vez en aquella Transición que ahora necesita actualizarse. Y en el supuesto
de que fuera en una república deberíamos mirar dentro de las diversas variantes
de nuestro entorno libre.
Los
redentores
Y, finalmente, sería bueno y muy oportuno
aquello de “abtenerse redentores”, porque la mayoría ya no nos los creemos. Por
muchas medios modernos de comunicación y redes sociales que sepan manejar. Los
aspirantes, que los hay con coleta y sin ella, deberían valorar con Rosa Díez que muchos españoles se han
sacrificado para que ellos puedan decir ahora en libertad lo que piensan.
Es el tiempo de reflexionar sobre el futuro
desde la legalidad elegida y sin prisas, que nunca son buenas. Sin regímenes
asamblearios, por muchas simpatías que ciertos movimientos sociales generen,
porque son caldos de cultivo de demagogias inquietantes. De ahí han salido
algunos líderes populistas que han llevado a sus conciudadanos al desastre. Y
mucho más en una sociedad que celebra sus fiestas demasiadas veces con
enfrentamientos populares entre fuegos y ensalzando
diferencias en lugar de coincidencias: moros y cristianos, blancos y azules,
rojos y negros, cartagineses y romanos y de arriba o de abajo, etc.
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