Será difícil juntar en escena a más jetas por
metro cuadrado que en el acto de proclamación del hijo de Juan Carlos I como rey de España. Ni presenciar más indiferencia popular
ante un hecho histórico en nuestro país.
Estómagos
agradecidos
Con las honrosas excepciones que cabe
suponer, muchos le aplaudían en el Congreso recordando seguramente con cada
palmada las prebendas que han obtenido en los años de la estéril partitocracia:
“he colocado en la sopa boba del Estado – ayuntamientos, diputaciones,
comunidades, sociedades públicas, asesorías varias, etc. - a dos hijos, tres
sobrinos, a parientes de allegados y a unas decenas de correveidiles afines,
además de beneficiarme de un pastizal de euros en pocos años y de asegurarme el
futuro con una pensión sobrada, o varias; o, he ayudado a algunos amiguetes con
subvenciones diversas, concesiones públicas, etc.; o, a ciertos artistas del
trinque, con ayudas sin tasa ni control ni justificación de ninguna clase; o,
en ciertos casos de diputados y senadores nacionales - por no hablar de los
eurodiputados - me he comprado un piso en la capital de España y lo he puesto a
nombre de un hijo, familiar cercano o testaferro, pagándolo con las dietas por
no residir oficialmente allí; o, en el caso de los mandamases de los dos
partidos políticos que han protagonizado la herencia de la prostituida
Transición, he cobrado en dinero negro lo que mi excelsa dignidad – indignidad,
más bien, en casos evidentes -, se ha merecido por dedicarme a los demás por
encomiable vocación de servicio público – cara dura elevada a la enésima
potencia en señalados -; y, en el caso de insignes cesantes, tras bajarme del
coche oficial me he subido a la lustrosa, ociosa y rentabilísima alfombra
mágica de instituciones o en consejos de administración de grandes empresas,
que antaño fueron públicas o que se manejan bien con la Administración,
multiplicando hasta el infinito las remuneraciones anteriores que obtenía de la
cosa pública, sin trabajo o responsabilidad clara que asumir”. Y todo ello
arruinando, de paso y en sonados ejemplos, todo tipo de Administraciones. ¿Sigo
yo malpensando - como la mayoría y con razón - o lo hacen ustedes?
Los
cortesanos inoportunos
Esa impresión daba cuando las cámaras de la
domesticada TVE enfocaban a los dóciles asistentes al acto en la cámara donde
reside la soberanía nacional. Y ya, cuando han ido pasando en el Palacio de
Oriente ante sus nuevas majestades los primeros de los dos mil invitados, la
sonrisa irónica y escéptica por el espectáculo anterior se ha tornado en
indignación al ver a un envarado y cortesano Botín hacer el rendibú liderando a los que seguramente encabezarían
la lista de los más despreciados por la ciudadanía española tras los propios
políticos. ¿Es que no tiene consejeros bien informados el nuevo rey? ¿De qué le
sirve el loable ejercicio de acordarse de los parados en su discurso cuando se
deja pelotear por algunos de los principales responsables de la crisis que
padecemos? ¿No hay en España otros representantes del pueblo que los
presidentes de empresas que han subido los recibos del consumo diario y
necesario de las familias españolas – electricidad y gas por ejemplo - o las
comisiones, o los intereses, o que han desahuciado a miles, o que han
aprovechado la tímida y parcial – solo beneficia a las grandes empresas y
bancos - reforma laboral de Rajoy
para hacer ERE ignominiosos y echar a la calle a miles de empleados con toda su
vida laboral ligada a ellas y con nulas posibilidades de reincorporación al
mercado?
Una
ocasión marchita
¡Qué oportunidad ha perdido Felipe VI, dentro de su impecable y emocional
discurso formalista y conservador, con algunas tímidas y esperanzadoras
novedades, para hacer un llamamiento a la España del futuro empezando por
cuestionarse hasta la propia herencia recibida! España no es monárquica, señor,
debería haberle dicho alguno de sus
cercanos. Y más: a los españoles se les gana por el corazón y la
valentía, aparte de por solucionarle sus problemas. Aunque sean capaces de
emocionarse cuando alguien apela a sus padres o a las víctimas del terrorismo
como hizo muy bien el nuevo rey. La mayoría de la ciudadanía española fue
juancarlista por los méritos contraídos por su padre en momentos clave de
nuestra historia reciente. Pero nunca fue monárquica, como tampoco lo es ahora.
Le habrá bastado para darse cuenta de ello el deprimente espectáculo de las
calles céntricas de Madrid durante su recorrido. Unos decenas de millares de
banderitas repartidas oportunamente para la ocasión, pero ni una pancarta
espontánea ni nada por el estilo, como hemos tenido ocasión de contemplar en
otras manifestaciones populares. Y prohibiendo o reprimiendo, además,
manifestaciones republicanas naturales convocadas ‘ad hoc’.
Recuerde, o haga que le pasen reportajes
antiguos, y no tanto. En los anteriores regímenes, en el
nuevo, en conmemoraciones deportivas, en reivindicaciones políticas o sociales,
en manifestaciones espontáneas, etc. Un Madrid festivo y con buen sol le ha
rendido a usted un desolador homenaje.
Con el colofón de una plaza de Oriente, otrora escaparate de todas las Españas,
donde solo unos centenares de curiosos más que otra cosa han coreado con enorme
timidez lo de ¡Felipe, Felipe!
El necesario
refrendo popular
Alguien debería aconsejarle al nuevo rey que
busque el tiempo de la nueva monarquía en la España renovada, que dice, en la
ilusión, la esperanza y el entusiasmo de esa España que de tan buena se
conforma con poco. Quizás ahora solo con que se le tenga en cuenta imaginando
caminos de la tarde, como diría el poeta. Tal vez haciendo a los españoles
actuales protagonistas de su tiempo llamándoles a una consulta sobre su futuro,
que debería ser el del propio Felipe VI. Eso sería empezar a cumplir la promesa
de ser un ejemplo para todos, que no es poco, como ha venido a decir en su
proclamación. Y sin caras duras, ni rancias ceremonias blandas, por favor y por
usted mismo.
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