La
economía tiene más de humanismo que de ciencia. Esta afirmación es el origen de
lo que venía a decir Galbraith
cuando afirmaba que los economistas pasaban la mitad de su tiempo anticipando
lo que iba a suceder y la otra mitad explicando por qué no había sucedido lo
que auguraban. Los comportamientos humanos ante distintos escenarios económicos
se mueven la mayor parte de las veces por razones personales y sociales que no responden a
parámetros científicos determinados.
La mal llamada burbuja inmobiliaria como
raíz de nuestros males
El
término burbuja aplicada a los fenómenos
de recalentamiento de precios en cualquier mercado se puso de moda con el
estallido de las ‘puntocom’ en los noventa. Detrás de las innovadoras empresas
que crecieron geométricamente con el auge de internet no había inversiones
económicas relevantes, sino conocimientos técnicos aplicados a la red fácilmente
intercambiables y gran capacidad de almacenamiento y distribución de millones
de datos personales.
En
el mercado inmobiliario no era así. El ladrillo, el cemento y los demás
elementos constructivos se ponían, y las
distribuciones energéticas y de todo tipo de suministros y transportes eran
reales. También había financiación y múltiples productos de las industrias
auxiliares y servicios. Existía economía real detrás.
Ocurrió
que la vivienda fue un mercado refugio
ante las incertidumbres de otros sectores y la escasa rentabilidad del ahorro
en las entidades financieras a finales de los noventa. Cuando la demanda superó
ampliamente a la oferta los precios iniciaron una subida que alcanzó su clímax
entre los años 2.005 y 2.007. Y además fue una industria especulativa para
decenas de miles de pequeños inversores, incluso a préstamo, que obtenían
muchas veces más beneficio que los propios promotores revendiendo sobre plano.
Lo mismo ocurrió con la financiación. El
exceso de oferta de bancos y cajas que acudieron como moscas a la miel del
gigantismo que fue adquiriendo el sector hizo que sus precios crediticios bajaran hasta dar préstamos a poco
más que el Euribor. Financiándose, además, en su demencia, a corto en los
mercados internacionales para prestar a largo en España; una locura (ver
nuestro “Así acabaron con las Cajas de Ahorro”) que se acrecentó cuando
quisieron hacer también de promotores. Todo
ello originó una espiral endiablada de
alza de precios inmobiliarios que los gobiernos de turnos no supieron ni
quisieron embridar, olvidando que, como ocurre en las empresas, dirigir algo es
dirigir su futuro; mirar el presente es sólo administrar. Los dirigentes
mediocres sólo pretenden administrar su interés y comodidad. Y en esa vorágine compradora las culpas
estuvieron muy repartidas. Inversores grandes, pequeños y medianos; promotores
de suelo – quizás aquí sí se podría hablar de globo- e inmobiliarios; reguladores
nacionales, ayuntamientos, comunidades, gobiernos, intermediarios y políticos variopintos. Y en ese tremendo y
recalentado revoltijo creció también lamentablemente la corrupción de toda laya
y pelaje.
El invento de las fuerzas demoníacas
ocultas
No
hubo, contra lo que se afirma en diversos y pretendidos foros ilustrados, ni
grandes muñidores capitalistas sobrevolando premeditadamente España como ávidas
aves de rapiña, ni ideólogos de parte pretendiendo imponer ideologías sociales o
políticas determinadas, ni nada que se le parezca. La explicación es mucho más
sencilla, por humana. Hubo un exceso de fácil lujuria económica que, como se
sabe de antiguo, es de las que más adicción crea. Y hubo también, como casi
siempre, listos – pocos-, golfos- de toda condición-, tontos – muchos- y medio pensionistas
– casi todos-. En fin, la vida misma. Las diversas explicaciones basándose en escuelas ideológicas y económicas
diferentes que ahora están tan en boga no son más que estériles ejercicios
intelectuales a toro pasado que sólo sirven para intentar llevar la sardina al
ascua que mejor nos cuadre.
Los palos muertos
Para
detener el círculo ahora vicioso e iniciar el virtuoso hacen falta diversos
motores que vayan empujando a la economía hasta
llegar a la inercia de crucero, generando confianza y las condiciones necesarias para
que la mayoría de la sociedad empuje el carro. Y ahora, desgraciadamente, se
atisban demasiados palos muertos.
En
los años ochenta pasados tuvo mucho éxito el método Adizes de gestión de empresas. En uno de sus principios se
explicaba que las empresas no deben dejar en puestos clave a empleados
desmotivados porque sólo generaban tras de sí más desmotivación y apatía por el
trabajo. Eran los llamados palos muertos.
Bien,
pues en España habría que hacer una poda severa de palos secos a todos los
niveles sociales e injertar planta viva que genere la sinergia necesaria para
detener la caída e iniciar la ascensión. Empezando por el Gobierno, donde ya
hay notables palos muertos, y por los numerosos elementos que sin sabia pululan
por doquier en puestos directivos y políticos relevantes. También en los bancos, pues
mientras no vuelva a fluir el crédito no hay nada que
hacer.
Y
los de a pie, nosotros, quienes mantenemos el tinglado con nuestros impuestos,
tenemos la ineludible necesidad de recuperar los viejos valores que tanto
olvidamos; origen también de una parte de la crisis. Lo demás son arcadias
viciosas engendradoras de todo tipo de males porque nadie regala nada. Y aprender a votar racionalmente con la
mano en la cartera y la vista en el futuro sin prejuicios del pasado.
Si
seguimos creyendo en pelotazos y en que todo es fácil sin mucho esfuerzo, con
lo público como ‘derecho de pernada siempre gratis’ a la cabeza, y manejados por el “Régimen de castas Actual”,
auténtico nido de palos muertos que no pueden ser ejemplo de nada bueno,
podemos revivir en España cosas muy lamentables. Si no hubiera tantísima
economía sumergida y tan notables organizaciones caritativas, y tantos padres, abuelos y parientes haciendo de ‘Montepíos’,
estaríamos al borde de ello.