Lo
que tanto se venía anunciando ya ha llegado. La Liga española de primera división carece de los ingredientes
que durante decenios le ha otorgado saber que cualquiera le podía ganar a
cualquiera poniendo en aprietos a los grandes más veces que menos. Y vuelven las goleadas evidenciando la enorme distancia entre quienes manejan presupuestos
astronómicos y los que se han de conformar con las migajas de un injusto reparto
económico de sus derechos televisivos.
Se
entiende lo que argumentan quienes le dan lustre a la competición contando con
los mejores jugadores del mundo, teniendo que abordar fichajes supermillonarios
y sueldos acorde con la categoría de los mismos y las cifras que manejan otra
media docena de clubes en Europa. Pero tal circunstancia justificaría otra
organización del fútbol en la UEFA. En un continente con tan excelentes
comunicaciones lo suyo sería crear una liga entre sus grandes equipos sin
menoscabo de las competiciones de honor locales. Así, un campeonato con
liguilla final entre los primeros clasificados en el que participaran los dos o
tres mejores de cada federación nacional: Madrid, Barcelona, Atlético, Milán,
Inter, Juventus, Bayern, Borusia,
Manchester, Arsenal, Chelsea, París SG, Lyon, Mónaco, etc., o los que
selo ganaran con un torneo ex profeso previo, tendría sin ninguna duda el
interés continuo del que está huérfana la llamada Champions.
Otra
cosa sería que en sus respectivas ligas locales pudieran concurrir con un
segundo equipo competitivo y en el que se rodaran las futuras estrellas
internacionales. Y eso será el futuro del fútbol europeo, primero por el propio
interés de los clubes sobredimensionados y después por el equilibrio que otorga
la emoción a cualquier campeonato deportivo.
En
España me da la impresión de que volvemos a aquellos años en los que el Madrid
y el Barça acaparaban los títulos con la única discusión posible del Atlético y alguno más esporádicamente.
También entonces contaban aquéllos con grandes goleadores que salían a más de
un tanto por partido y otros que sólo por verles jugar ya merecía la pena pagar
una entrada: Di Stéfano, Puskas, Gento,
Kubala, Suárez, Cruyff y Maradona después,
y compañía. Todos ellos componentes siempre del mejor equipo mundial que pudiera
hacerse.
Así,
en la actualidad la Liga es una competición dual en la que el interés por
arriba se circunscribe a si el Barça aguantará toda la competición con su
inmejorable racha de victorias o si el Madrid será capaz de acortar esa
distancia, por el contrario, sumando a su capacidad goleadora la regularidad en
el juego de la que ha carecido, aprovechando, además, cualquier pájara de los
blaugranas. Todo ello con el único aliciente de que el admirable Atlético de Simeone sea capaz de aguantar
finalmente el tirón con un gran equipo pero sin la plantilla de aquéllos.
Y
las emociones se quedan para la pedrea europea desde la tercera posición hacia
abajo y para los duelos de la cola. La primera tiene el aliciente económico
salvador de los inevitables desajustes presupuestarios de los aspirantes, y la
última ha existido siempre como premio de consolación para los clubes que
logran escapar de la quema para iniciar una nueva temporada entre los grandes,
al hilo de otro año de suspense endeudándose hasta las cejas en tal empeño. Es
decir, ruina sobre ruina. Y así vamos, hasta la debacle final.
Llegando
al ecuador del campeonato, las tertulias futbolísticas de los aficionados y las
crónicas y titulares de los medios de comunicación se basan en el futuro culé,
con Messi lesionado, y en los sustos
madridistas en cuanto el sempiterno Cristiano
da con su esplendoroso físico en el césped doliéndose de algún ‘recao’ avieso de
sus impotentes marcadores. Eso, más las absurdas críticas al juego azulgrana
dirigido por Martino – porque es el
mismo libreto de siempre con más o menos recargo de bombo - o las dudas razonables sobre los
planteamientos de Ancelotti,
teniendo que lidiar con una pléyade de excelentes futbolistas consagrados y las
ganas y categoría de los jóvenes canteranos o fichajes nacionales incorporados
con acierto este año, en un madridismo dividido lamentablemente como herencia
de los desmanes del penúltimo capricho del señor Pérez, en forma de un luso estrambótico que campó a sus anchas por el
otrora señorial vestuario blanco.