Todavía
vamos de ida en el péndulo social y político nacional. Tras la evolución
pacífica que supuso la Transición, los españoles iniciamos un viaje pendular
que nos ha llevado invariablemente hacia el otro lado del compás. Cualquier
atisbo de aplicación natural de normas
es tildado inmediatamente como franquista. Esto ocurre en política, en las
empresas o instituciones y en la sociedad en general; incluso muchas veces en
las familias.
Es
la simplificación ignorante de quienes confunden el culo con las témporas y
tienden a pensar que la única democracia es la asamblearia o la representada
por la ambigüedad, dejadez o simple tendencia al pasteleo o la cobardía del
responsable de turno.
Muchos
pensamos desde un criterio absolutamente liberal que a mayor libertad más
responsabilidad, y que a mayor responsabilidad más compromiso con la
organización reglada y pacífica de una sociedad. Igual que cuanto mayor sea el relieve social más
graves han de ser también las consecuencias de sus actos.
La libertad en las democracias maduras
Las
naciones democráticas más antiguas y consolidadas tienen los códigos penales
más duros de lo que se dio en llamar, en confrontación con las dictaduras de
todo signo especialmente las comunistas, el mundo libre. Y eso tiene su
confirmación en la dureza de las penas aplicadas por delitos de todo tipo:
desde los criminales a los defraudadores fiscales pasando por terroristas,
violadores, pederastas, delincuentes de
cuello blanco, estafadores, corruptos, etc. Y, ¡ojo¡, alteradores del orden callejero
en cualquiera de sus facetas que, impunemente, destrozan los bienes públicos y
coartan la libertad de los demás. Y eso por no hablar del descrédito general de
cualquier político o gobernante que simplemente mienta a sus ciudadanos. Como
se dice por cualquier rincón español cuando nos enteramos de noticias al
respecto procedentes de EE.UU, el Reino Unido, Francia o Alemania: ¡igüalico
que por aquí!
Esas
sociedades democráticas han resuelto con la aplicación rigurosa de la ley o de
la decencia nacional algunas de las cuestiones más peliagudas que se les han
planteado. Desde grandes estafas o corrupciones a terrorismos o provocaciones
de otros países invadiendo su soberanía. Es sencillo imaginar qué ocurriría si
cualquiera de sus partes quisiera separarse del todo por las bravas o por una
política de hechos consumados largamente larvada. Probablemente no ocurriría porque
sus gobernantes no darían ni hubiesen dado lugar: ¡igüalico que por aquí!,
de nuevo.
El equilibrio
Aunque
parece manida, no ha perdido un ápice de
valor la conocida aseveración de que la libertad de cada cual termina donde
empieza la de los demás. Y tampoco es muy discutible que lo contrario al
autoritarismo de una parte es la anarquía, que no es de nadie. Como también es
muy cierto que en los puntos intermedios está la virtud. Y esa virtud en
política debería estar en una democracia liberal seria alejada de cualquier
extremismo. Y en donde la ley y las normas sean aprobadas por nuestros
representantes legítimos salidos de las urnas, que no de los partidos que se
reparten el bacalao miserablemente. Aparte de que la igualdad de todos ante las
leyes y reglamentos, y la de oportunidades reales para desarrollar cada cual sus
potencialidades, estén basadas en una
auténtica separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y en una
justa visión no paternalista del reparto de la riqueza, con criterios objetivos
entre los que más y los que menos tienen. Sin llegar, claro está, al
enquistamiento endogámico o a la confiscación efectiva de los posibles que cada
cual pueda alcanzar con su esfuerzo; ¡igüalico que por aquí!, reitero.
¡Cuánto golfo!
No
es necesario aclarar, pienso, a cuento de qué viene todo lo anterior. Seguramente
tendríamos mil ejemplos comunes que están en el imaginario popular. Políticos
embusteros de antifaz y adláteres de trinque, descaro y mamandurria; corruptos
todos. Sindicalistas piqueteros, empresarios y financieros golfos de prebenda,
influencias y subvención; sinvergüenzas
probados. Altísimos funcionarios de pesebre, ilustrísima y prevaricación; cánceres
sin escrúpulos ‘metastásicos’; o simples getas que andan por la vida sin dar
golpe viviendo de quien trabaja y paga impuestos; listillos que si hubiera
justicia social auténtica serían pasto de escarnio público.
Personalmente
firmaría cualquier deseo secesionista de quien quisiera, sin problemas; pienso
que España no los necesita. Pero si fuera gobernante tendría que defender a la
mitad de ciudadanos que no quiere tal cosa; españoles que han contribuido allí,
y desde aquí, al desarrollo de esas sociedades trabajando, consumiendo y con
sus impuestos.
Y
les crujiría con ganas a los golfos de toda condición – cuanto más altos más
fuerte- y a los que impidieran el
ejercicio de su libertad a los demás: pasear, trabajar, circular, descansar, a
disfrutar de lo suyo, etc. A los
políticos partidistas los pondría a currar de verdad para todos y a pan y agua
un tiempo ¡Por inútiles peligrosos!
Mano dura
Así
que, aunque alguien me llame franquista por ignorancia de aquello, o peor;
desde mi más absoluto liberalismo ejerciente, exijo, porque contribuyo con
muchísimos más, que mucha mano dura con los que atenten contra la libertad, la
honestidad, la paz, la propiedad, el futuro, la unidad, la justicia, la concordia, la igualdad y el bienestar de los
españoles; ciudadanos que mantienen el tinglado nacional con el rendimiento de
cinco de sus doce meses de trabajo al año.Y
cuanto más grande sea el mono, más leña, que hay más goma.
La libertad se legitima cuando se
defiende.
Y
para eso no hace falta un dictador, contra lo que piensan algunos. Basta con demócratas convencidos, estadistas,serios, inteligentes
y ‘con un par’; como tantos ha habido en la historia reciente del mundo.
¿Necesitan ejemplos?
Cuanta más libertad, más mano dura en
aplicación de las leyes – cuantas menos y más claras mejor-
y de la responsabilidad que cabe exigirse.
Y
no nos rasguemos ninguna vestidura por ello; que esa es otra hipocresía
nacional.
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