En
España atravesamos uno de los periodos políticos más mediocres de nuestra
historia moderna. Sin querer hacer un análisis rigurosamente histórico,
podríamos decir que nuestros males arrancan en los inicios del siglo XIX con el
“Deseado” Fernando VII, y terminan
con el “Iluminado” Zapatero y el
“soso” Rajoy. Afortunadamente hemos
tenido en medio algunas luces dentro de muchas sombras.
Dos ejemplares para los leones
Si
aquél pasó a la historia por aniquilar el naciente, y novedosísimo para la
época, liberalismo de la Constitución de 1.812, “La Pepa”, ocasionando además
con su nefando y largo reinado tres guerras civiles; el calamitoso Zapatero
dinamitó los consensos básicos de la ejemplar Transición española tras los
cuarenta años del Régimen del general Franco,
que permitió la transformación política pacífica de una sistema dictatorial de
partido único – aunque al final sólo quedara la raspa- , y que, con todas las
grietas que con el paso de los años se le han observado a aquel gran pacto por
la convivencia, supuso en su momento una innovación a nivel mundial,
analizándose en los foros internacionales más influyentes, que nos permitió a los españoles de cualquier
signo o ideología incorporarnos de pleno derecho al mundo desarrollado.
El fedatario del deceso
Pero
el heredero del liquidador del consenso, el tan ambiguo como decepcionante
Rajoy, va camino de certificar el deceso de España si ni Dios ni los españoles
lo remediamos, o él mismo, en un arranque de sinceridad íntima, hace mutis por
el foro reconociendo su incapacidad para timonear un temporal de la envergadura
del que nos azota; reconocida ya casi a todos los niveles nacionales e
internacionales. Sólo hay que ver para convencernos de ello cómo empeora la
situación de nuestros índices económicos y sociales semana tras semana, o leer
los recurrentes editoriales de los medios de comunicación más relevantes de los
países que nos deben preocupar, y hasta los cachondeos vergonzosos de los que
menos, con la pérdida de respeto que todo ello supone para nuestra vetusta nación.
Pero
me temo que la alternativa más probable será la de continuar el propio Rajoy
pasteleando en Moncloa, enganchado en su ya muy lejana mayoría absoluta, aunque sea al dictado de
los mandamases de Bruselas y Berlín vía un obligado rescate más o menos
explícito; y atrincherado en la
nomenclatura de su partido en Génova y en las baronías regionales. Porque ahí
está el meollo de la cuestión.
Un antecedente histórico
Un
hombre gris de partido como Rajoy nunca será un estadista porque es física y
metafísicamente imposible. Siempre mirará antes por el prisma de los intereses
del partido representados en todos los que viven de él, directa o
indirectamente, y los antepondrá a los de los ciudadanos. De ahí que cambie y
machaque todo cuanto sea menester para no tocar a sus conmilitones y adláteres
varios. Pero no sólo eso, sino como
entre colegas se entienden, tampoco hará nada de lo que debe porque sus rivales
políticos en los diferentes partidos están de acuerdo en lo de mantener todos
los pesebres de la denominada casta política con el fin de perpetuarse. Así
pasó, por ejemplo, en la larga y entonces esperanzadora Restauración monárquica
que siguió a la caída de la I República,
en el último cuarto del XIX, con los partidos conservador y liberal de Cánovas y Sagasta. Fueron relevándose sin atajar la gangrena purulenta de la
sociedad española hasta que el ‘semigolpe’ de estado - por la anuencia del
abuelo de Juan Carlos I- del general Primo de Rivera puso fin momentáneamente a lo que fue derivando,
como ahora, en una mentira colectiva. Para ser objetivos hay que recordar, sin
embargo, que aquellos gobiernos tuvieron que lidiar con guerras carlistas, el
desastre del 98, los cambios a todos los niveles que supuso la enaltación del
anarquismo español y la eclosión del socialismo mundial, con la revolución y dictadura comunista bolchevique rusa y la primera gran
guerra mundial como telones de fondo. Además de la gran crisis económica del 29
que arruinó al mundo desarrollado.
Éstos
de ahora lo tienen mucho más sencillo. Les bastaría con tener sentido de
estado, porque sólo tenemos las consecuencias de una gran crisis económica
mundial, parecida en su importancia a aquélla,
sumada a los males endémicos sociales y económicos y otros más recientes
que han anidado intoxicando a España.
Enanos mentales ‘versus’ estadistas
Necesitamos
no sólo un hombre de estado para que nos gobierne – un Príncipe político
decíamos hace unos meses en otro artículo- sino toda una pléyade de estadistas
en el gobierno y en la oposición que sean capaces de reinventar España para
ganar el futuro, imaginándolo. Los hombres de partido son escasamente capaces
de administrar un país hasta que lo arruinan, comiéndose la herencia que otros
les dejaron- como en las familias o empresas- y sólo los
verdaderos estadistas son capaces de dirigir una sociedad adivinando su mejor
futuro, y de echarle el coraje y la tenacidad suficientes para dirigirla con
pulso firme hacia su plenitud.
Imaginando futuro
La
primera cualidad de un estadista debe ser la de hablar claro a los ciudadanos
mirándoles a los ojos y enfrentándose sin tapujos con la realidad. La segunda ilusionándoles con un camino común
y una meta satisfactoria para la gran mayoría. Y encabezar, ésa sí, una
esperanzadora manifestación nacional hasta la victoria, o vaciarse al menos en
el intento.
Y,
el primer paso para ello debía ser que los partidos perdieran el poder total
que tienen sobre vidas y haciendas. Pensemos que en los países de democracias
más maduras casi nadie conoce a sus líderes. Se les exige y se piden cuentas a
quienes gobiernan, que no coinciden con los anteriores. Los partidos no
intermedian entre ellos y el pueblo, y por eso son más libres para hacer lo que
deben.
Amigo Steve, no he podido abrir el enlace que me pone en su comentario. Lo siento. Le hubiera contestado con mucho gusto. Gracias
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