El Barça
empató en Vigo y gracias; pudo ser peor si Nolito
no fuera de mayor lo que apuntaba de joven en su filial: solo un proyecto de
figura. De lo contrario, la hecatombe ya habría sobrevenido por can Barça; falló
a segundos del final un gol cantado para el Celta que hubiera supuesto una
derrota bochornosa para los de Setién,
jugándose la Liga. Y también se dejó empatar en casa con un Atlético que le dio
una lección de bloque y espíritu y hasta pudo ganarle también a última hora, en
un partido de penaltitos infantiloides.
No obstante,
es más ajustado hablar del Barça de Bartomeu
—ya conocen mi criterio de ir a la cabeza siempre—. Hace meses, en pleno encierro por el virus,
predije que los blaugranas empezaban a perder la Liga por la larga lengua y los
despropósitos ficheriles virtuales del presidente blaugrana y el llanto equívoco
del técnico cántabro, aduciendo que los cinco cambios le perjudicaban. El
seguramente buen empresario de lo suyo, metido a gerifalte futbolero de ocasión,
infiltró en el vestuario la carcoma de los fichajes y descartes virtuales;
dadas sus penurias económicas solo puede usar el anticuado “cambio espejo por
oro”. Y claro, ¿cómo puedes pedir encomio y entrega a la media plantilla puesta
en el mercado?
El uruguayo Suárez lo dijo bien claro al despejar
hacia los técnicos las causas del bajón culé fuera de casa. Lógicamente, un
jugador no puede culpar a sus compañeros de falta de actitud, pero tampoco a
quien le ficha, renueva y paga. ¿Lo fácil?:
a un modesto de los banquillos que está más fuera que dentro, aunque pueda
decir que le quiten lo bailao volviendo al plácido susurro de vacas.
Quique
Setién, un exquisito y meritorio ex futbolista, pagará la enésima cuenta
pendiente de una plantilla messianica. Un técnico aseado para equipos menores,
pero inexperto en vestuarios con demasiados egos; los desplantes de las vacas
sagradas en las pausas y lo de Griezmann es sintomático. Amén de sus postración
ante Messi, que es quien manda.
Es decir,
todo por y para el líder y prohibido pensar. Solo hay que verlos jugar: Messi toca, organiza, desmelena y gana,
cuando le salen las cosas, y si no, siempre habrá un chiquillo a quien culpar. Y el que no le devuelva la pelota, invente o
mire hacia otro lado ya puede buscarse otro lugar al sol. Pero esa reiterada
circunstancia no es nueva. A vuela pluma recuerdo el extenso Madrid de Di Stéfano o el Barça efímero de Cruyff, aparte del reciente Madrid goleador
de Cristiano; tres monstruos que
protagonizaron épocas doradas de sus clubes.
Y del boqueras
Bartomeu y el ingenuo Setien pasemos a profesionales de éxito y postín. A Simeone ya lo retratamos en exclusiva
la semana pasada, por lo que me centraré en Zidane.
El técnico
blanco, a quien ya hemos dedicado columnas en estos años, hace continua gala de
fútbol sapiente y elegancia humana. Lo primero porque por mucho fútbol que
sepa: juego, vestuario, banquillo y despachos, nunca pierde su categoría. En el
imaginario colectivo, más allá del negacionismo de los recalcitrantes que pasan
de sus éxitos, a algunos les parece fácil lo conseguido en sus pocos años de
experiencia; y paso de enumerarlos por universalmente reconocidos, pero
seguramente serán tan irrepetibles como los del legendario Gento. Y acentúo dos cualidades: nunca le han dolido prendas en
reconocer méritos ajenos y ahora reconoce que fue mejor jugador que técnico,
cosa en la que discrepo porque de figura de corto duró un rato —apenas cinco
años— y de técnico ya lo ha alcanzado y podría superarse. Más que timidez o
humildad, que también, yo lo llamaría señorío, elegancia e inteligencia. Las
dos primeras cualidades están demostradas y la tercera llegará con el tiempo: la eterna y boxística esperanza blanca. Un
profesional grandioso al que recurrir siempre.
Y llegamos a
los llorones. En Piqué podría
coincidir también la de boqueras o bocazas. El central culé, a quien rindo tributo de gran
futbolista y defensor hasta sangrar de nuestra España selección, aunque
sorprenda, le pierde su proverbial afán de protagonismo.
Portento
físico, inteligente y emprendedor, añade una desmedida ambición si no
pensáramos algunos que es una calculada estrategia para unir a su palmarés el
brillante eslabón de presidente del Barça.
Es a lo que
juega, pero debería tener en cuenta que llorar es una rémora humillante para sí
mismo.
Cuando
escucho a alguien del Barça o del Madrid quejarse de los árbitros recuerdo a
los simplones que escupen al cielo.
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