El relato es
atractivo. Y deseable. Y hasta apasionante para una parte del murcianismo
militante que siempre vio en los recursos propios y en la cantera la solución.
Pero las circunstancias mandan y el encomiable sistema alemán de gestión de
clubes de fútbol está pensado para instituciones muy diferentes al Real Murcia
actual: saneadas, con infraestructuras, estadios abarrotados y compitiendo a su
nivel.
Echando la
vista atrás, los antiguos aficionados recuerdan al Murcia de Pepe Pardo, con Vidaña, Guina, Manolo, Figueroa y compañía como el equipo que alcanzó su cima y nos
llevaba en volandas. Otros también añoramos al Murcia de Moreno Jiménez que plagado de murcianos subió de Tercera a Primera en
dos años. Y a los juveniles que llenaban La Condomina. Pero la diferencia con
la actualidad es que muchos eran también internacionales titulares de la
Selección Juvenil española.
Nuestro Real
Murcia compitió mayoritariamente en Segunda, categoría en la que sigue siendo
el rey, y dieciocho temporadas en Primera. Solo bajó a la tercera categoría del
fútbol español a finales de los sesenta, para recuperar pronto su verdadera
dimensión. Y ya a finales del siglo pasado volvió a caer en el pozo por
desidias administrativas, que se repitieron después, y el nefasto XXI es
consecuencia, aunque hasta en esa época “samperiana”
hubo momentos de gloria ascendiendo a Primera con veinticinco mil abonados
—tope autoimpuesto—.
Las últimas
siete temporadas, sin embargo, pasarán al imaginario murcianista como la etapa
más negra. Y en ese calvario seguimos. Ni éxitos ni ilusiones ni siquiera
esperanzas. Y lo peor es que tampoco se atisba ambición. Ahora, el objetivo es
mantener la tercera categoría de nuestro fútbol; la llamada Segunda B Pro. Y
podríamos preguntarnos, ¿pero hablamos del Murcia o del Imperial? Porque el
filial siempre fue de esa categoría. No, amigos míos, se trata para más sal en
nuestra herida de un Real irreconocible.
A los
gestores actuales del Real Murcia les cabe la honra de haberlo mantenido vivo,
que no es ni más ni menos que lo que antes hicieron otros murcianos con menos
medios; por eso nunca desapareció. Son un eslabón más en la cadena centenaria
murcianista. Lo lamentable sería que ese eslabón, que podría haber pasado a la
historia con tan loable mérito y veintitantos mil accionistas, acabe siendo
también el que la entierre. Baldón para siempre.
Cualquier
historia de supervivencia es una carrera de relevos. Y hay momentos en que es
necesario saber echarse a un lado para que otros con más fuerza continúen el
esfuerzo colectivo. Eso es honestidad, realismo, generosidad, criterio,
lealtad, inteligencia y solidaridad. Lo contrario, mantenerse en el palmito a
toda costa, sería venialmente egoísmo y mortalmente irresponsabilidad
manifiesta.
Señores
directivos, consejeros, arrimados, dueños minoritarios, abonadores y palmeros,
el Real Murcia representa un relato de categoría, orgullo, cercanía y ambición aun
con demasiadas frustraciones. Y hasta de señorío, porque como decíamos la
semana pasada, en los peores momentos también cabe grandeza.
Confiar el
futuro resignado que alientan a que la afición responda, como ocurrió la
temporada pasada con once mil abonados, aunque muchos de ellos no pasan de ochenta
euros al año —encomiable, pero a todas luces insuficiente— es frustrante. Y ser
conscientes de aspirar a la tercera categoría con lo que da la mata porque no
hay posibles ni se esperan y las deudas aprietan, raya en la insensatez
fraudulenta.
El Real
Murcia siempre fue el primer club de la región. Ahora, para estupor de miles de
propios y hasta de abonados de toda nuestra tierra que hacían kilómetros para
ver los partidos de casa o acompañar al equipo fuera, se trata de competir en
igualdad, en incluso en inferioridad, con nuevos clubes y otros antaño rivales
del Imperial, hasta de su misma población, con la honra que cabe.
La afición
responderá, sin duda, y sacaremos nuestros abonos —¡lo animo fervorosamente!—,
pero es penoso que luego acudan la mitad al estadio y lo hagan solo por
fidelidad al escudo y no porque los responsables —todos— de esos colores
generen pasiones. No obstante, piensen que esa llama se tornará mortecina con
la mediocridad. Sin magia no hay emoción, y sin ella tampoco futuro.
La buena
voluntad es plausible. Y el reconocimiento obligado. Pero la cerrazón es
ceguera. A tiempo han estado, y quizás aún pudieran abrochar su gestión.
La realidad
es tan inapelable como el Real Murcia otra historia. Y no de ambiciones
personales.
¡Ojo, que
este toro no es una mona!