Una de las
ventajas de coleccionar años por decenas es la de poder mirar la vida con
perspectiva suficiente para valorarla desde el calidoscopio de sus distintas
dimensiones. Las de los quereres son las más agradables.
La otra
noche me decía un amigo desde hace casi sesenta años: “José Luis, ¿te das
cuenta de cómo queremos a los hijos? ¿De su autenticidad y diferencia con todo?”.
A su rostro, mirándome a los ojos con la intensidad y la medio ironía que
siempre recuerdo, aunque pasemos años sin vernos ni hablarnos y siguiéndonos
mutuamente en la distancia, se asomaba esta vez el corazón. Yo escuchaba con el
mío en la mano sus comentarios personales y los referidos a nuestros años de
más cercanía. Tal vez sean también los años. Los que por fortuna hemos cumplido
ya.
Miguel Ángel
me hablaba ahora de sus hijos con la ingobernable pasión que entonces ponía en
las montañas que amó desde niño de la mano de su tío ‘el Almirante’, a quien
recuerdo perfectamente con sus botas de monte y una mochila siempre a mano, y
de la posterior de los secretos y profundidades de los mares que descubrió por
esos mundos de Dios, ya en su madurez. Él es así; un apasionado corazón con
ojos dentro de un cuerpo fornido en el que apenas caben las ilusiones
infantiles y juveniles que le hicieron soñar y siguen brujuleando en sus adentros hasta
salirle a borbotones por todos los poros de su curtida piel. La que se ha ido
dejando por ahí a girones en todas las cordilleras, océanos y conferencias del
mundo.
En realidad,
me hablaba orgulloso de amor desde el amor. Afortunadamente, porque puedo
contarlos con las dos manos, y eso no tiene precio; tengo varios amigos así y ellos
lo saben porque a veces comentamos nuestras pasiones. A algunos les he dedicado
poemas y con otros ando ilusionado en aventuras líricas.
Ese querer
se distingue porque se disculpan sus flaquezas y desencuentros a quienes puedes
llamar a su puerta cualquier hora de cualquier día y en cualquier
circunstancia; el resto, aunque la empatía mutua raye los límites de la amistad,
son conocidos más o menos cercanos.
Mismamente
como la propia familia, en la que sobresalen primero los padres y abuelos,
referencias más notables e indelebles, después los hermanos en la mayoría de
los casos —sobre todo si se ha repartido ya, que dice Alfonso, otro inmenso
amigo—, luego el resto, y los hijos siempre y para siempre. Te salgan buenos,
regulares o malos, que de todo hay también. A los menos afortunados incluso se
les ama más; una singularidad
fundamental, junto a la incondicionalidad y el desinterés, de ese amor de
padres al que sin duda se refería enternecido mi amigo.
Nos queda el
amor personal como seres vivos: el enamoramiento, que conlleva seguramente las
emociones más íntimas. Esa sensación tan gemela a los ríos: nacen como
torrenteras o brotando amables sin fuerza que pueda sujetarlos, embelesan por la
inmensa atracción que originan, se encauzan progresivamente, generan vida, dan
color a los paisajes que atraviesan, se amansan y se hacen profundos o anchos y
largos o no según dónde y cómo puedan desarrollarse. Al final desembocan en
cualquiera de los mares que cantaron Bécquer y Machado y que ama Miguel Ángel,
conocido como “el Murciano” en el universo alpinista y en la escalada mundial.
Y se
despidió de mí con una de las frases que primero recuerdo suyas en las que
define quién y cómo es: “ … y ya sabes, si se te sube el gato al tejado,
llámame, iré enseguida a bajártelo.”
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