No sé su
nombre ni por qué está allí, pero duerme en la calle, en el suelo, bajo una manta oscura. Apenas
sobresale su cabeza de ella, vuelto hacia el hueco del escaparate de unos
grandes almacenes. A los pies de tan inhóspito lecho hay unos bultos con lo que deben ser el resto
de sus pertenencias, penas aparte, que trasegará con el recipiente de cartón que
tiene a mano.
Llovizna y un
viento frío barre la plaza de un barrio noble. Son las doce de la noche de un
sábado de invierno en Madrid. Me abrigo con un chaquetón rojo, acolchado, y una
bufanda. Paseo bajo el cala bobos porque acabo de cenar en un buen restaurante
y quiero bajar la cena, entretenido con el trasfondo del drama que acabo de ver
en el teatro Bellas Artes, que viene a
denunciar la doble visión sobre la mujer desde que Dios creó al hombre.
Estoy a
pocos metros de la persona que duerme casi al raso, cubierto por el medio metro
del hueco del escaparate oscurecido. Lo miro de frente. Al otro lado de la
plaza, a mis espaldas, tengo mi casa. Me vuelvo y distingo una luz tenue en una
de sus ventanas y me imagino allí, observando esa misma escena.
Dentro se estará bien. No hará frío y estaría fumando tras ella con el fondo de una música relajante. En este lado de la
calle no hay calefacción ni música ni luz amortiguada, y seguramente tampoco
esperanza ni tabaco.
Sigo
paseando y me cruzo con alguien que arrastra un carrillo con diversos objetos y
una maleta vieja de ruedas ruidosas. Al volver de mi enésima vuelta, aquel
hombre está junto a un pequeño surtidor de agua público lavándose los pies. Unas
chanclas de goma sustituyen las gruesas botas que están a su lado. Después lava
unos calcetines claros de espaldas a quien duerme apenas resguardado de la
humedad, del frío y del viento. En la siguiente vuelta lo veo retornar por donde
había venido. Ahora arrastra el carrito y la maleta con la misma mano, manteniendo
un difícil equilibro para que no se
vuelquen al rozarse. En la otra lleva algo que no distingo y cuelgan de ella
las botas por sus cordoneras. Entre los
pies desnudos y el suelo mojado, solo las finísimas chanclas. Y entre su cabeza
y el cielo inclemente un gorro de lana que encumbra una amplia chaqueta vieja.
Es grande y corpulento y lo sigo a una distancia prudente. Anda despacio y se
pierde por las calles que desembocan en la plaza, remolcando también sus penas.
No los
conozco, pero serán alguien. Y habrán tenido otra vida. Habrán abrazado y los
habrán besado. Y hasta habrán amado. Tal vez hayan hecho favores y seguro que
tomarían el camino torcido en cualquier encrucijada de la vida. O quizás hayan
tenido mala suerte. Uno duerme y otro busca dónde. Iría hacia su refugio, que
será igual de precario. Como la indeseable noche que nos llevaba. Como sus
vidas.
Las luces de
las ventanas de los edificios brujulean vidas calientes. Sin soledades ni
hambres. Como la mía. Y no hice nada por ellos. Solo observarles.
Doy una
última vuelta y noto que algo se mueve debajo de la manta que yace abultada en
el suelo. Alguien que respira bajo ella se ha dado la vuelta. Vive y
seguramente me mira y piensa. Y yo también. Enciendo un purillo y sigo mi
camino. Y mojándome mastico la culpa de pertenecer al mundo del otro lado de la
calle. En ese yace un hombre. En el otro, en una cama acogedora del ático de una
sexta planta, yaceré yo también dentro de un momento. Pero acompañado. Y caliente.
Y cenado. Y con la calma de pisar suelo propio por un mañana quizás mejor
todavía.
A ese lado
de la calle se tirita. Y se pasa hambre. Y soledad. Y habitan miedos e
inseguridades, huérfanos de mañanas.
Esa noche
escarchó mi alma. Y hoy, que lo escribo, me duelen los egoísmos que también
arrastro con mi suerte. La de vivir al otro lado de la calle, frente al drama
real de la vida diaria, que no es teatro.
En el drama
del otro lado de la calle siempre azota el tiempo y llueven calamidades. Y sus
protagonistas se lavan los pies de madrugada con un agua tan fría como el
futuro que les aguarda.
¿De verdad
vivimos en un mundo civilizado y moderno porque haya una fuente y escaparates a
cubierto? Porque preguntarnos si es justo sería de locos.
Y de otros dramas, por aquello de la igualdad,
de lo equitativo o de lo que sea, dejémoslo para mañana mientras sigamos
instalados, los de mi lado de la calle — casi todos—; en el esperpento
tragicómico de asomarnos calentitos al espectáculo real de la vida, tras los
cristales de nuestra egoísta suerte de cada día, con la vana seguridad de merecérnosla
al haber luchado por ella.
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