Me emocionan
los reconocimientos personales al cercano, pero mucho más los que se hacen al
contrario. Y también los que se dan
entre antiguos enemistados o distantes por cualquier causa. Aparte de la bondad
y elegancia que supone, ensalzar al rival es más inteligente que denostarlo.
En el deporte es asiduo, por
ejemplo, y en la política una benéfica rareza, de ahí la diferente opinión que
generan unos y otros; los deportistas ilusionan y demasiados políticos aburren hasta
aborrecerlos.
Hace tiempo
que asisto a unas comidas de añejos futboleros en torno al Maestro Ibarra y me satisface compartir buenos ratos con antiguos
conocidos de ese mundo tan diverso y pasional, pero lo que más me agrada es
comprobar cómo algunos personajes relevantes que desfilan por nuestra mesa
semanalmente dejaron sus viejas rencillas y ahora son capaces de hacerse
confidencias de buen grado y mejor humor. Y lo más grande es que se trata de
asuntos que alguna vez les enfrentaron o por lo que fueron criticados
ácidamente ¡Ay!, si entonces, como ocurre en tantos otros aspectos de la vida,
hubiésemos tenido la visión relativa de todo que aporta alcanzar la frontera
del tiempo; la sabia perspectiva.
Cuando se
pasa esa frontera tan invisible como palpable en los rostros y el físico de
cada cual, cualquier tema que sobrepase la salud propia o la de los nuestros es
irrelevante. ¡Qué gran lección de vida!, ¡y qué interesante sería trasladarla a
quienes guerrean ahora en absurdas trincheras sociales! Los afectos, la salud y
el bienestar más o menos boyante son los asuntos mayúsculos que deberían ocupar
nuestro escaso tiempo compartido. La vanidad, el orgullo, los egoísmos y la
ambición desmedida son el opio real que nos engancha a un mundo tan aparente
como estéril.
Por eso,
también sorprende que algunos veteranos recalcitrantes en tales errores sigan
en sus absurdos agujeros competitivos. Y se les conoce al vuelo. La primera
persona del singular está permanentemente en su boca: yo ahora tengo, estoy, soy, voy a, he
conseguido, he ganado…. Y parece que te miran con los mismos ojos vacíos con
los que antes trataban de pertenecer a la mitad del mundo envidiado por la otra
mitad. De ser o parecer cada vez más ricos, más guapos, más listos, más altos y
más importantes. Y es muy cansino, porque si antes daban pena, ahora, además,
hacen un ridículo solo explicable desde sus perennes carencias y solo
disculpable desde una misericordiosa ternura; cosas de tontones envejecidos. Una pena grande para quienes la padecen y, lo
que es más lamentable, para los suyos.
Pero por
nadie pase, porque no estamos a salvo de tamaña demencia, aunque sea
ocasionalmente. De hecho, ninguno deberíamos tirar la primera piedra.
Y entonces
recuerdo cuando nos decían que quien no es rebelde a los veinte es tonto, pero que
quien lo seguía siendo a los cuarenta no tenía remedio. Imaginemos si ocurre
pasados los sesenta o setenta, aunque es raro encontrar a alguien verdaderamente
importante que venda “amotos” en su senectud. No es necesario; su imagen señera
les precede.
En la venerable
frontera del tiempo hay que disfrutar los buenos ratos que todavía nos
alcancen. Todo lo demás es furufalla y glea, o, como también se dice por la
huerta, pijos, pan y habas.
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