Por
usted he puesto los nocturnos de Chopín
para escribirle, en lugar de cualquier
adagio. Porque con su inmensa figura sólo muere la persona, que no el
personaje. Si ya es triste la desaparición de un hombre de su talla, mucho más
sería la de su obra. Lo primero es ley de vida e igual para cualquiera; lo
segundo sólo producto del olvido ignorante que tantas veces
nos envuelve. Y es normal que en caliente se aireen los elogios merecidos, pero
lo bueno sería que en el fondo de los corazones futboleros de todos subyaciera el reconocimiento a su inmensa
labor.
Por
usted, don Luis Aragonés, el césped de
los estadios españoles, ese que tanto gustaba respirar, estará mustio muchas
jornadas. Y le añorarán quienes tuvieron la suerte de que les dirigiera en sus
distintos clubes, y muchos más en la selección española. Sus internacionales
salían a competir con la seguridad de que en la banda les respaldaba alguien
que había jugado a su nivel, o al de cualquiera de sus rivales, y que nunca escondió
la cara. Y que se lo imprimía en la caseta en la charla previa. Un hombre que a
fuerza de quedarse casi siempre a medio camino de lo que hubiera merecido,
conocía como nadie que competir era distinto a jugar. Para lo segundo bastaba
con ciertas cualidades y que te dieran la oportunidad, pero para lo primero
eran necesarias muchas más cosas. Un entrenador de letra parda que inculcaba a
sus jugadores la otra cara del fútbol; ésa que albergan quienes con suerte
añadida conquistan los títulos. Un deportista que jamás diría esa tontuna de
ser un ganador, como si alguien fuera siempre lo contrario, o eso mismo. Pero
claro, de esos absurdos están llenas las palabrerías de demasiados lumbreras. Y
don Luis, por poner un ejemplo, prefería que le llamasen ‘zapatones’ antes que ‘sabio’.
Porque él jugó con los pies planos de tanto luchar en diferentes equipos y
categorías antes de saborear el máximo nivel, y “sólo sabía que no sabía nada”.
Otros, por el contrario, parece que hubieran nacido con una copa en la cuna
dictando enciclopedias con la chupeta.
Por
usted, don Luis, España rompió su gafe sempiterno y se encumbró con los grandes
con el penalti de Cesc a Italia y el
gol de Torres a Alemania. Y para eso
hubo de echarle al cargo lo que sólo los valientes pueden, desde la
inteligencia, haciendo algo tan sencillo y difícil como un equipo, y calibrando sus puntos fuertes y débiles. Y encontró el
buen trato del balón entre los primeros, que no la furia ni los figurones, y que
en los segundos abundaban los cuentos y cuentistas. Y les dijo a sus
seleccionados que miraran a sus rivales con la seguridad de que tenían tanta
calidad y categoría, o más, que ellos. Y que compitieran con el único fin de
“ganar, ganar y ganar”. Y también que debían
empezar ganándose a los árbitros, dirigiéndose por su nombre o apellidos a sus
auxiliares, porque eso también era fútbol. Y les habló de “pasillos de
seguridad”; ésos que garantizan los ejes de un equipo: el portero, los
centrales, el medio centro, el pasador y
el de los goles.
Y
respetó, discrepando, a quienes no seleccionaba. Como en el caso de Raúl, reconociendo cuando se pedía
multitudinariamente su llamada que era uno de los mejores jugadores españoles
de siempre, pero que el tiempo pasa para todos. Eso lo sabía también mejor que
nadie; amasó su sabiduría con sus
errores y los ajenos. Cincuenta y muchos años en activo dan para mucho a un
futbolero de cabeza, calidad y raza; por ese orden.
Como
detalle estratégico, que no las gilipolleces esas actuales de las jugadas a
balón parado, me quedo con su iniciativa del famoso cinco, tres, dos;
aparentemente defensivo pero con mucha velocidad y dos laterales extremos, reinventando
el contraataque.
Sólo
le saludé en un par de ocasiones, pero me habló de él un amigo común y compañero
suyo de equipo, el murciano Juan Antonio,
con quien formó delantera en el Atlético
junto a Ufarte, Gárate y Adelardo. ¡Casi ‘na’! Y me lo definió
como un heterodoxo hasta en los entrenamientos.
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