“Siempre
nos quedará París”, le decía Bogart
a su amada en ‘Casablanca’; esa película de tan grato recuerdo para tantos.
Y
es que, durante los noventa minutos largos del partido entre nuestra selección
y la de Francia, tuvimos tiempo para todo. Desde disfrutar viendo tocar la
pelota en corto y en largo a un inmenso Alonso, o ver jugarla a Xavi en el medio con su magisterio de
siempre y luego subir al remate con peligro, hasta encogérsenos el alma con Valdés sacando tres balones de gol. Y
lo de Pedro es para que se lo hagan
mirar, usando un giro catalán, quienes aún dudan de su enorme talento; no creo
que haya en Europa un punta que juegue con la velocidad que él lo hace con las
dos piernas. Y muy pocos con su pundonor y eficacia ante los defensas y la
portería rival, sin hablar de sus continuos desmarques en diagonal. Así como
los de un Villa que intenta volver a
sus momentos goleadores de antaño moviéndose continuamente en ataque aunque aún
le falta bastante y la suerte le sea esquiva. Pero todo le llegará si Del Bosque sigue confiando en él y en
el Barsa le ponen.
A
la defensa ni un pero. Los centrales le pusieron una sombrilla al desvaído Benzemá y a todo el que asomaba por su
zona. La rapidez y contundencia de Piqué
y Ramos fueron tan colosales
como autoritarias. Y Arbeloa le dio por todos lados con
finura al más peligroso de los azules sobrándole, además, arrestos para sumarse continuamente al
ataque; Ribery sólo tuvo ocasión de
encarar a Valdés una vez y no por méritos propios sino por el único regalo que
le concedieron. Y lo de Monreal fue
de nota, jugando un extraordinario partido tanto arriba como abajo; ¡qué control
con brújula en velocidad y altura en la jugada del gol!
Busquets batalló con su clase de siempre equilibrando al
equipo cuando fue menester. Navas lo
bordó en los minutos que tuvo llevándose al rapidísimo Evra cuatro veces seguidas y llegando al área como el único, que no
el último mohicano, con la pena de
hacerlo sin compañía que pudiera rematar sus posibles pases de la muerte. Cesc dejó detalles de su clase y lo de Iniesta
es punto y aparte.
El
manchego puso la magia poniendo Saint Denis boja abajo haciendo juegos
malabares con el balón. Hubo momentos en los que le tiraban hachazos por todos
lados tres o cuatro rivales mientras él bailaba con la pelota como si jugara de
salón. Los buenos aficionados franceses le tributaron varias ovaciones que a algunos
nos pusieron los pelos de punta. Lástima que uno de sus remates se fuera por
centímetros; si llega a marcar hubiera sido para sacarlo a hombros.
Quienes
siguen esta columna semanalmente saben que no suelo describir fútbol, sino
analizar otras cosas que menudean a su alrededor, pero lo hago este lunes como
homenaje a unos jugadores que nos hicieron vibrar como tantas otras veces con
el añadido de ser a domicilio, donde nunca habíamos ganado en partido oficial,
y en un partido crucial tras dos resultados injustos previos. Tanto a Francia en el Calderón como a
Finlandia en el Molinón se les apareció algún santo y consiguieron sendos
empates demasiados afortunados. De cien partidos que jueguen así contra España
salen goleados en noventa. Aunque, como es costumbre, los de agoreros de
siempre ya blandían sus navajas cachicuernas diciendo que España ya no era España.
Como por Murcia se decía en su tiempo del controvertido torero Manolo Cascales; de tanta clase como
clamorosos soslayos.
Mi
amigo y compadre Pepe Cuenca me
enseñaba hace tiempo que en la pintura hay cuadros que
reproducen con asombrosa fidelidad y otros que interpretan diversas realidades
o figuraciones con mayor o menor gracia, mérito o atractivo, pero que la
pintura buena de verdad era aquella que nos
emocionaba al contemplarla. Y eso ocurre en cualquier otra expresión
artística.
Cuando
el fútbol adquiere la categoría de arte produce el mismo resultado. Y eso es lo
que hace la selección española cuando tiene su día, que es muy a menudo.
Si
a ese extraordinario juego le sumáramos a un hombre gol en estado de gracia,
apaga y vámonos. ¿Se imaginan a un Messi
o a un Cristiano de rojo?
Tendríamos otro quinquenio largo de reinado.
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