Aconsejaba Ibarra a jóvenes que empezaban a su
lado que no trataran de imitar a nadie. Y lo hacía, culto, didáctico y
magistral él, personalizando una célebre sentencia de nuestro premio Nóbel de
literatura y dramaturgo excepcional Jacinto
Benavente: “bienaventurados sean mis imitadores porque de ellos serán mis
defectos”.
Seguramente,
algo parecido subyacía como enseñanza hacia deportistas en el dolor que
mostraba Maradona cuando preguntó a
un entrevistador: ¿Sabés qué futbolista hubiera podido ser yo sin la coca?
La
diferencia entre dos personajes tan inimitables como únicos en sus respectivas
profesiones, y salvando todas las distancias, es que Juan Ignacio lo hacía
desde su magisterio y Diego —así me lo refirió Schuster en una comida en Jerez, cuando le pregunté por el mejor
con el que había jugado— desde la decepción más lamentable y el desencanto
menos autocompasivo. Buen consejero uno y desgarrador otro, pero ambos
aleccionadores.
Llevamos
días escuchando comparaciones ventajosas entre Maradona y Messi, o con Pelé, Di Stéfano y Cruyff como máximos exponentes de la excelencia futbolística. Y
echando mano del refranero, hay que concluir con el anónimo de que todas las
comparaciones son odiosas.
Como
ejemplo, ensalzan al apodado Pelusa sobre los demás por ganar dos ligas
italianas con el modesto Nápoles, olvidando que cuando Di Stéfano llegó al
Madrid los merengues solo habían ganado dos Ligas, en 1931 y 1932, y veinte
años después, la Saeta rubia les hizo ganar ocho en sus diez años de blanco,
además de cinco copas de Europa consecutivas. O que tras ellos, el Nápoles
apenas ha vuelto a brillar y el Real Madrid inauguró con don Alfredo una
trayectoria culminada con el reconocimiento de mejor club del siglo XX.
También
podríamos reflexionar sobre qué era el Ajax en Europa antes de sus tres máximos
triunfos consecutivos con Cruyff, en los primeros setenta. O sobre las tres copas
del mundo de Pelé; la primera en Suecia con diecisiete años. Y sobre los seis
balones de oro de Messi, los cinco de Cristiano
o los dos de Di Stéfano, con superbalón posterior, por el único que concedieron
a Maradona y a título honorífico.
También se
recuerdan los permisivos arbitrajes y los deficientes campos de su época,
contraponiéndolos a los actuales. Pero sus anteriores tampoco jugaban en
moquetas ni a cubierto ni recubiertos de acero. Ni competían setenta partidos
por temporada y jugando cada tres días, como sufren los velocísimos atletas de ahora.
Cada tiempo, lo suyo.
Los
importantes suelen tener dos caras y hasta reversos tenebrosos. Maradona
también, lo que no embarra su oro. Oro que inició con un Mundial juvenil y
rubricó en el 86 con el absoluto en México: su culmen histórico con veintiséis años,
para iniciar después la cuesta abajo hasta la ciénaga. Malas compañías, drogas,
escándalos, desvaríos, sanciones…
En
definitiva, el barro y oro que vistió durante su vida lo señalan como el
personaje más relevante de su generación deportiva. Y no fue mejor ni peor que
nadie. Listo como era —así lo definen sus compañeros, y hasta generoso en
extremo, dentro de sus excentricidades, filias y fobias—, aprovechó su tirón
mediático para enseñorearse entre un pueblo argentino deprimido tras el
desatino de las Malvinas. Aquella guerra absurda de unos subsistentes ciudadanos,
comandados por militares enloquecidos, contra la soberbia imperial de una Gran
Bretaña al borde de la quiebra, también necesitada de algún éxito rimbombante
para renovar ilusiones colectivas.
Por eso, más
allá del fútbol, su gol humillante ante Inglaterra, con mano de pícaro
incluida, llevó al éxtasis a esa extraordinaria nación que define el suicidio
por precipitación como la caída de un argentino desde su ego.
Y se
aprovecharon de él más que él de nadie. A su carro se subió gente de la catadura
de los Castro o los Chávez y Maduro, entre otros, para mitificar falsariamente en el Diego
Armando Maradona que salió de la nada para brillar como pocos, la lucha de los
pobres contra los poderosos.
Sin embargo,
ni los parásitos de su figura y de su persona ni el barro podrán quitarnos
nunca el goce que supuso Maradona para los amantes del fútbol. Su oro más
valioso.
Como diría
el Maestro Ibarra, rememorando de alguna forma al Cid, ¡qué buen tipo si hubiese tenido buena compañía!
Por cierto,
lean el espléndido libro recién presentado, La palabra, en homenaje a ese
murciano irrepetible —y también de oro—, y descubrirán al Ibarra más íntimo,
revelado por setenta amigos y conocidos. Pura delicia.
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