Será todo lo corrupto que
los papeles y las pruebas demuestren y la justicia dictamine, al margen de los
muchos indicios que nos llevan a pensarlo, pero nadie le puede negar que ha
sido un enorme estadista para Cataluña. Ya quisiéramos los españoles haber
tenido una figura de ese tamaño en el diseño de lo que debería ser España en el
futuro.
El
inicio
Su relieve de estadista para
Cataluña empezó en la redacción de la Constitución del 78, cuando logró colar
el sistema electoral que hizo de su formación la bisagra necesaria para
gobernar el país. Y enfrente tenía a personalidades como Fraga o Carrillo, viejos
zorros del juego político, que desde opciones políticas diferentes tragaron con
aquel engendro que quintuplicaba el valor de un voto nacionalista periférico respecto
de cualquier otro a nivel nacional. Suárez
andaba subido a su caballo vencedor en las urgencias de los primeros comicios
después de Franco y González era el claro futuro. Ellos no
temían que unos cientos miles de votos regionales les quitaran sus expectativas
mayoritarias parlamentarias. Y a los vascos del PNV, con menos caladero de
votos, les venía muy bien el invento.
Después, afianzado en el
poder de Cataluña y vendiendo una imagen de moderación y centralismo político
respecto al resto de España, fue alquilando los servicios de sus parlamentarios
en Madrid para apuntalar mayorías minoritarias del centro derecha y el centro
izquierda españoles: UCD, PSOE y PP; consiguiendo cada vez más cesiones y contraprestaciones
del Estado para favorecer su inequívoca idea de ir configurando sin retorno el
utópico estado catalán. Atribuciones políticas, dinero, cultura, enseñanza y
lengua fueron cayendo como frutas maduras en las alforjas de la cada vez más
arrogante y voraz autonomía catalana.
El
final
De negar sus enviados a
Madrid con
serenos razonamientos en múltiples declaraciones en los medios de comunicación
en los albores de la democracia española y durante la Transición aquello del
separatismo, tan en boga respecto al verdadero deseo de los nacionalistas
catalanes, y declarándose él mismo como adalid de la estabilidad democrática
española con una gran cercanía incluso al Rey Juan Carlos; al “España nos roba”, como colofón de la estrategia
largamente llevada a cabo y guinda de la misma, han crecido dos generaciones de
catalanes en los que cualquier raigambre cultural o histórica españolas han
desaparecido. Hoy sería difícil hallar una mayoría de catalanes por debajo de
los cuarenta años que se consideren igualmente españoles. Y eso no tiene vuelta
atrás.
La
realidad
Ya no solo es una cuestión
de dinero, como fue, sino que ahora es una cuestión de sentimientos basados en
el convencimiento personal. Conozco catalanes muy orgullosos de serlo y de
ambas tendencias, con muchos o pocos apellidos catalanes en los dos casos, y lo
apuntado antes es una realidad. Tardarán más o menos pero al final Cataluña
pasará por el experimento de su independencia y ya veremos con qué resultado,
aunque se me antoja duro si sus líderes son de la cuerda de quienes han llevado
a la difícil situación económica de su
Generalidad durante sus últimos gobiernos, arrastrando de alguna manera a la
otrora boyante Cataluña; cuestiones morales y delictivas aparte. Y el autor del diseño de esa Cataluña
independiente siempre será Pujol.
Culpables
Si en el resto de España tal
circunstancia se ve como una desgracia no miremos a nadie de allí, la culpa ha
estado de un modo recalcitrante en quienes la han gobernado. Todos los
gobiernos españoles han cedido ante Pujol. Y desde el principio, como decíamos,
otorgándole una relevancia política producto de la chapuza legislativa
electoral citada que no se corresponde con aquello de un ciudadano un voto.
¿Cómo se explica, si no, que todos tragaran y sigan haciéndolo con que CIU
obtenga en el Congreso el doble o triple de diputados que formaciones que les
duplican o triplican en votos a nivel nacional? Es un atropello – otro más - a
la débil democracia española.
Sin ninguna duda, de haber
sido Pujol ciudadano de cualquier otro lugar de España y con el poder de sus
homónimos Suárez, González, Aznar, Zapatero o Rajoy, nunca hubiera consentido que alguien con unos pocos
centenares de miles de votos en una esquina de la nación fuera el factor
determinante de la gobernabilidad española durante treinta largos años.
Otra cosa es que pensaran
los sudo dichos continuamente que tal disparate democrático podía favorecer sus
ansias de poder, por encima de su honra y sus ideas. Los unos porque a fin de
cuentas era un conservador como ellos, como representante de la burguesía
catalana, y los de enfrente por aquello de que lo importante de un gato es que
cace y no su color. Y, en este supuesto tan verosímil, tal evidencia nos lleva
a la segunda conclusión: todo fue y ha sido un juego de truhanes en el que el
más listo ha barrido a los más zopencos.
¿Que ahora ha resultado un
defraudador el tal Pujol? De acuerdo. Y no solo por temas fiscales. Entre otras
cosas ha defraudado la confianza de su gente. De esos a los que ha ido llevando
del ronzal con la zanahoria del Estat Catalá. Y también a los otros, llevados
del morrillo con la supuesta moderación política de sus planteamientos y sin
ver nunca, o no interesarle verlo, que les ha engañado durante decenios.
La
prueba del algodón
Ahora bien, y hablando de
corruptelas y demás felonías, como la ‘pujoliana’, ¿qué ocurriría si le
pasáramos el algodón a quienes han gobernado España o sus Autonomías durante
todo este tiempo? Aparte de lo que ya sabemos, y con todos los beneficios de la
duda, seguramente nos sorprenderíamos. Y
no para bueno.