Cuando baje
esta marea nada será igual. El nuevo fondo que nos muestra cambia con la
sucesión de días y alternativas, que se basan más en el boca a boca que en
nuestras entendederas sobre lo que voceros del Gobierno nos indican a veces con
tanta ambigüedad como impericia. Por eso, es frecuente que antes de salir a la
calle preguntemos a familiares o amigos si es obligatoria tal o cual cosa en
tales o cuales sitios. Un lío.
Tal vez, en
lo único que nos parezcamos a lo antiguo sea en aquel consejo que nos daban los
mayores: donde fueres, haz lo que vieres. Y nos miramos, y nos ponemos o
quitamos la mascarilla o usamos o no esos guantes o bolsas que hay en
determinados comercios; o entramos o no, mirando a quienes nos rodean, o nos situamos
a derecha o izquierda, o detrás o delante. En definitiva, tenemos que aprender
de nuevo a convivir en sociedad. Lo único claro es que en los transportes
públicos debemos ir embozados, pero dudamos en los vehículos particulares si
vamos con acompañantes por aquello del riesgo de que nos paren los guardias. O
no sabemos los horarios de paseo o deporte según edades. Y los sitios permitidos,
y cuántos al tiempo, o dónde ir y con quién. Otro lío.
Y hay que
aprender los usos permitidos según las fases del desafortunado término desescalada,
copiado del inglés, que en castellano sería bajada y con esta pandemia pretende
ser rebajar el estado de alarma. Más líos.
En fin, que
aparte de aprender a vivir, desgraciadamente también nos acordaremos y mucho de
quiénes éramos antes de todo este galimatías.
Y echaremos
de menos los saludos de siempre, el roce, la proximidad y lo que es peor: la
confianza. Porque también es lamentable que este malhadado virus nos haya
marcado un futuro indeseable: tanto si pasa pronto como si no, la desconfianza
hacia los que pueden venir hará que lo del embozo, los remilgos y el asquito
ante nuestros semejantes y lo que nos rodea sea tan cotidiano en nuestras vidas
como antes besar como muestra de aprecio o dar la mano cuan saludo franco.
El viernes
vimos el futuro próximo, y quizá lejano también, de lo que será el fútbol a
partir de ahora. Se reanudó la liga alemana y, francamente, no me gustó. El
silencio, la soledad, la distancia, la frialdad y, sobre todo, la falta de
emoción es la antítesis de lo que antes era este maravilloso espectáculo. El
fútbol es ante todo emoción, por eso hay tanta diferencia entre un partido
amistoso y otro competitivo. A muchos, si no hay nada en juego no nos apetece
ir a un estadio. Y si las competiciones oficiales se tuvieran que ver solo por
la tele, este deporte iniciaría una cuesta abajo hasta convertirse poco más que
en un videojuego. Y ese sería su final. Por mucho interés clasificatorio que
depare, sin emoción no hay espectáculo, y sin espectáculo no queda ni raspa; solo
las quinielas y las apuestas deportivas, que no precisan afición, y a la larga
serían un entretenimiento menor. El fútbol pasaría de espectáculo de masas a
recuerdo de un pasado emocionante.
Para que no
suceda también con otras cosas de nuestra vida, incluso más relevantes,
deberíamos recordar bien quiénes éramos. Pero no para sentir nostalgia, sino
para evitar que perdamos también sus emociones. Sin ellas, nuestra existencia
sería un páramo tan frío como desolador. Y hasta inhumano, porque como sucede
con el verdadero arte, el que emociona, el ser humano es consustancial con la
pasión y sus emociones.
No crean que
exagero. Imaginen momentos. Esos abrazos a quien echamos de menos o para
festejar cualquier alegría. Aquellos besos como expresión indudable de cariño o
reconocimiento. El hombro amigo para llorar. La mano tendida en ofrenda de
confianza. El brazo por encima para consolar o acompañar. La casa abierta por
celebración o necesidad. La palmada al compañero. La proximidad incondicional
para auxiliar. La espontaneidad.
No me
reconozco de otro modo. Quiero tener presente quién era para seguir siéndolo. Y
si eso me contagia, peor sería vivir huyendo de no sé bien qué; de esto o de lo
que venga.
Cuestión
distinta es la prevención ocasional transitoria, que es necesaria hasta por
respeto a los demás. Pero de ahí a incorporar barreras de desconfianza como
modo de vida permanente sería lamentable. Renuncio a ser un autómata
descorazonado.
Recordemos
quiénes éramos para seguir siendo personas.