Venía a
decir un amigo, la Voz del monte, que
comprobaba su amor alejándose una temporada para saber si la echaba de menos.
Medio en broma y medio en serio, pero en la profundidad de sus ojos no mentía.
Y creo que ahora lo estamos experimentando. Forzados, sí, pero también
solidarios en un empeño común a menudo emocionante.
Nuestra pena
por quienes caen. Los aplausos compartidos reconociendo el gigantesco esfuerzo
de los sanitarios profesionales y voluntarios de cualquier clase; por la
cooperación de las fuerzas del orden y el ejército; de los transportistas,
agricultores, pescadores y ganaderos; de muchos pequeños, medianos y grandes
empresarios; de autónomos y comerciantes; funcionarios y servidores públicos;
terapeutas, profesores, periodistas, informáticos, empleados, taxistas,
conductores, limpiadores y cuantos arriman su hombro para llevar el peso
principal de esta ruinosa carga sobrevenida. Porque, reconozcámoslo, casi nadie
intuía que el coronavirus covid-19 fuera tan atroz y cercano. Y yo el primero.
Poco más que
una gripe. Eso pensábamos, y quizás sea así, pero para la que no estábamos preparados.
Aunque desde la ignorancia, uno se pregunta si es tan difícil acabar con un
virus cuando el género humano está tan avanzado en tantos campos. Lo peor sería
confiar en otra casualidad como la de Fleming
con la penicilina y las bacterias para hallar un remedio eficaz. Al menos, para
algo tan previsible como los virus que cada poco nos enferman con alguna gripe
nueva. Otra cosa son los criminales que surgen de improviso como maldiciones
bíblicas: sida o ébola, por ejemplo.
Los virus
son ahora el enemigo global y nos queda la esperanza de ser capaces de encontrar
los antídotos oportunos igual que otros a lo largo de la historia pudieron
contrarrestar pandemias como la del cólera, malaria, lepra, peste, sarampión, viruela
y demás enfermedades terribles.
Por todo
ello, la primera lección que deben extraer los políticos de esta crisis global
es dedicar una parte importante de sus esfuerzos a apoyar a los científicos e
investigadores que son quienes pueden hacernos ganar de verdad esas batallas de
la naturaleza. Todo lo demás está bien, pero no dejan de ser parches voluntaristas
para algo tan serio. Menos gasto en adornos y mamandurrias de todo tipo, por no
esturrearme en señalar, y más en la defensa de la dignidad y de la vida.
El
sufrimiento nos iguala a todos, como la muerte, y en esto no hay economía ni
ideologías políticas que valgan. Las empresas farmacéuticas harán bien en invertir
por la cuenta que les trae, y bienvenidos sean sus hallazgos, pero los
gobiernos deberían empeñarse en dar esta batalla desde el sector público. A la
corta evitarían sufrimientos y salvarían vidas de sus ciudadanos, que debería
ser lo primero, y a la larga aliviarían los presupuestos desbordados por estas
crisis y sus consecuencias sociales que, como la que ahora nos consume,
pudieran derivar en conflictos aún más graves. Solo es cuestión de tiempo,
tanto para lo bueno como para lo peor.
Volviendo a
la mayoría, este tiempo de retiro puede propiciar que reorientemos el sentido
de nuestra vida. Abramos almas y mentes. Un psiquiatra, neurólogo y judío
vienés, Víktor Frankl, nos hizo el
inmenso favor de contar su experiencia en los campos de concentración nazis con
un librito que recomiendo y he regalado mucho: El hombre en busca de sentido.
Es reconfortante, por su particularísima visión, a pesar de la tragedia que
vivió. Y aunque nuestro encierro sea tan diferente, también nos puede ayudar a
mirar, a ser y a obrar de otro modo. Y a querer. Y a ayudar.
En la
añoranza puede anidar ese paso más allá que todos deseamos alguna vez. Quizás
nos empuje a decirle a alguien lo que llevamos tiempo rumiando. O hacer aquello
que deberíamos. El egoísmo, la soberbia, las falsas prisas, la timidez o
simplemente la indolencia o el poco coraje, que también sucede, nos lo impiden.
Recuperar la
espiritualidad sería magnífico. Repensarnos. Escuchar nuestro silencio, leer, meditar
o rezar para trascender nuestra débil y efímera condición humana. Recomiendo
ver Los dos Papas, una película de Fernando
Meirelles donde se ejemplifica la renuncia a vanidades y prejuicios por
algo superior.
Agustín Medina, un gran comunicador de los años
ochenta, escribió otro librito precioso titulado Confesiones de un publicista comprometido.
Entre otras, reflexionaba sobre aprovechar el tiempo pequeño, muy pequeño, que
tenemos para ser sinceros con nosotros mismos.
Sería el
inicio del camino para salir mejores de esta. Ánimo.
Y a todo
esto, sin fútbol.
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