Así se mira
y se mide hoy a la selección española desde la propia España. Y tiene su punto
y razones evidentes, pero tal vez sería mejor hacerlo desde el respeto, como lo
hacen fuera.
La nostalgia
es poética, y todavía cerramos los ojos para imaginar a los Xavi, Iniesta, Xabi Alonso, Pujol, Casillas o Villa y a los
mejores Busquets, Cesc, Ramos y Piqué
defendiendo hoy nuestros colores. Pero ese punto placentero por el juego de
antaño conlleva un riesgo cierto de desánimo. Y no debería ser así. El pasado
nunca vuelve ni se repite, salvo como drama o chufla por el empeño tan humano
de reiterar errores. El pasado glorioso de nuestro fútbol debe permanecer en el
recuerdo legendario y no en la absurda exigencia de revivirlo. Entre otras
cosas porque es imposible. Está bien
como lo que es: solo historia del fútbol mundial y un refugio ocasional de
recuerdos agradables. Y establecer
comparaciones, que sería el más liviano de nuestros errores, lleva a muchos a
un nido de frustraciones y críticas desenfocadas. Es lo que vivimos ahora tras
el empate en Noruega con la clasificación para la Eurocopa en el bolsillo y
contra una selección que, como otras y en tiempos cercanos, nos pintó la cara
con parecido fútbol rudo y exento de calidades. ¡Ay, nuestra atávica y
ensoberbecida desmemoria!
Lo positivo,
no obstante, es que esa crítica encierra el salto cualitativo a nivel de
exigencia que tal pasado glorioso conlleva para nuestro fútbol. Y está bien sentirlo
así, pero sin caer en el ninguneo a nuestros internacionales y técnicos del
momento. Desde Luis y Del Bosque han pasado Lopetegui, Luis Enrique y Robert Moreno, y con los tres se ha
jugado generalmente bien, salvo en el accidental y breve paso de Hierro en el pasado Mundial. Como ejemplo, algunos tenemos el pálpito de
que sin mediar aquella desastrosa gestión España hubiera estado cerca de
ganarlo. Lo que, para quienes peinamos ya menos canas que calva, certifica el
enorme salto que supusieron los éxitos del cuatrienio mágico del 2008 al 2012.
Hasta ese momento, España casi siempre era el pupas, unas veces por mala
suerte, otras por los árbitros y las más por el desacierto puntual de nuestros
otrora figuras domésticas. Como los perros del tío Alegría, con perdón, muy
buenos persiguiendo piezas, pero cuando estaban a tiro levantaban la patita
para mear.
La realidad
es que España ya es una selección habitual en las fases finales, y sobrada de
puntos, e incluso llega con la vitola de aspirante al título. No hace tanto se
sufría para estar presentes. Que los jugadores que añoramos estaban entre los
mejores del mundo en su puesto, si no eran los números uno, no debería ser
óbice para tildar a los actuales de mediocres; no, no son ni una cosa ni la
otra, pero es que tampoco hay en otras selecciones jugadores del nivel de
aquellos españoles que marcaron una época en el fútbol mundial.
Fabián, Kepa, Saúl, Rodri, Ceballos y compañía, y los veteranos que los vertebran, son
jugadores de primerísimo nivel, y hay otros que también están o pueden estar a
su altura tanto en las selecciones inferiores como en sus clubes. Y eso es un
motivo para la esperanza. Los títulos nunca se ganan con los ya ganados, sino
con el esfuerzo constante, la gestión eficaz y la inteligencia como
herramientas básicas. Y el argumento fundamental es la calidad de nuestros
futbolistas en el panorama internacional. Su titularidad en ligas y equipos extranjeros
y en la Liga es la mejor muestra. Así como los éxitos de las selecciones
españolas jóvenes. Dejémonos de
añoranzas y afrontemos el mañana ilusionados.
Eso sí, sin perder la visión crítica exigente que debemos a nuestro
pasado ya legendario. Ese debería ser el camino y no el de rasgarnos las
vestiduras porque unos fortachones arañaran un punto en su casa, en el tiempo
de descuento y de penalti. En otro tiempo lo hubiéramos querido y celebrado tal
empate, con la clasificación en el bolsillo por mantenernos invictos en
cualquier fase de clasificación para lo que fuera.
La añoranza
y sus nostalgias son inspiración de poetas, en lo bueno y bello, e ingredientes
humanos depresivos en lo malo y hasta en lo trágico. Y para la vida, solo sirven como referentes
de dónde se viene para apuntar razonable y apasionadamente hacia dónde ir. Lo
demás son regodeos en el dolor, vagancias ensimismadas y trasnochados complejos
de superioridad.
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