Caminaba el
hombre encorvado y mirando al suelo, como si además del cuerpo le hubiera
encogido el alma y buscara en la punta de sus deslustrados zapatos algún
resorte para huir hasta de sí mismo.
Un amigo lo
vio venir como quien avista a un esforzado porteador del Himalaya, doblado
hasta parecer una vieja y oxidada alcayata arrancada de la peor de las mugres;
nada pesa más que la humillación personal asumida.
Y a media
voz le confió sus penas. Además de deprimentes, lo peor era su resignada aceptación. Y hundido, se despidió
de él sin aguardar más respuesta que un desconcertado “lo entiendo” por su
parte.
Pero una
madrugada vio la luz y se levantó enhiesto de su abandono. Así, alzados el
cuerpo y el espíritu, con la vista larga tras haber doblado el cabo infernal de
sus miserias, desplegó velas hacia un futuro venturoso. Y navegó mares calmos,
increíble y gozosamente veloz, empopado de fuerza íntima cuando otros quedaban
atrás con potentes navíos bien aparejados. Una cálida brisa suave e imparable
le llevaba henchido de orgullo y en volandas hacia los ojos asombrados de sus
hijos y amigos, sonrientes al final de aquella dichosa travesía.
Sin embargo,
en la página siguiente del sueño, se vio
desde su nube de algodón, cuan alfombra mágica de los cuentos orientales que leía
de niño, solo, sin un duro, amargado y deseando no haber tomado nunca aquella
decisión. La que tanto envidiara en silencio de algún conocido, quien decidido
y suficiente hasta la prepotencia y el egoísmo más despreciables, tras hacerle
la vida imposible a su mujer con continuos desvaríos y amenazas de todo tipo,
había abandonado la casa familiar para conquistar ese mundo inalcanzable para
él de las comilonas con los amigos, las juergas de madrugada y el gozoso vivir
de gorrino suelto.
No todos
esos valientes eran así, se decía para perdonarse tan secreta aspiración; él
jamás hubiera dejado a los suyos en desamparo y ni mucho menos se habría atrevido
a maltratar de ninguna manera a quien más debía querer.
Y descartado
una vez más tomar los hábitos de la libertina orden de crápula, le despertó la
voz desabrida que lo avivaba a diario con aspereza. Se aseó presto sin hacer
ruido y, también todo lo discreto que pudo, sorbió nervioso un desmayado café
con leche en las tinieblas voluntarias de la cocina y con un tímido hasta luego
se apresuró hacia la calle.
El recuerdo
de otros desdichados que rumiaban su ruina económica y moral por la estéril
osadía derrochada al separarse o divorciarse, voluntaria o sibilinamente
propiciada por sus cruces maritales, a veces amancebadas con otro enseguida en
el hogar de su préstamo perpetuo; lo afirmaba en la permanencia indecisa en ese
purgatorio roedor a la espera indefinida de una gloria inaccesible por las circunstancias;
entre otras por unas leyes que debían protegerle.
Cuando
hablaban de violencia de género y escuchaba su variedad, le confundía adivinar en
cuál catalogar la suya; padecida o culpable, que tampoco distinguía ya.
Lo más
sereno que había escuchado en años de su propia, entre reproches malsonantes,
fue que quién iba a quererlo a él, con lo feo, amorfo, loco, desaliñado y don
nadie que era. También lo tenía asumido.
Y esos días
salía de casa sin un portazo para no alarmar a sus hijos, quienes a veces lo miraban entre aturdidos e
inquisidores; ‘víctimo’ añadido a tantos desamparados por los nefandos políticos
legisladores, quienes en lugar de aplicarse inmisericordes con los maltratadores
indiciarios o consumados, o maltratadoras, criminales reales o ‘criminalas’
sibilinas, que de todo hay; se ceban en el cobarde anonimato de la violencia de
género para todos, que no para todas.
La injusta
Ley presupone criminalidad en la condición masculina, hasta el punto de tener
que demostrar su inocencia en caso de conflicto; contradicción flagrante con la
constitucional presunción de inocencia. A la denunciante o ‘denuncianta’, según
algunas lengüicidas defensoras de tan grosera discriminación, le basta normalmente
con hacerlo eximiéndole de la carga de la prueba; otro principio fundamental en
Derecho.
La Justicia tan
al revés como desnaturalizada nuestra Lengua.
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