Como en los
toros, en el fútbol también hay querencias. Las pasiones futboleras se maman de
niño en los pechos de nuestros mayores, o simplemente porque nos ha tocado en
esa época la gloria de cualquier equipo, cuando se graban “en los pursos del
querer”, que dice la copla de la mejor Jurado.
El equipo
del barrio, del pueblo, de la ciudad o de la provincia, comparten querencias
con el Madrid, el Barça, el Atlético o el viejo Bilbao de nuestros ancestros,
que tenía muchos seguidores en los pasados cincuenta; incluso más
recientemente, el Valencia de Cúper
y Benítez o el Sevilla de Monchi han levantado pasiones en otras
regiones. Y millones de futboleros cantan
sus hazañas a lo largo y ancho de este país, que pese a tantos malasangres sigue
siendo España.
Y es que los
españoles somos así; va en nuestro carácter. Como cantara el insigne Machado, necesitamos tener nuestro
santo, nuestro torero, nuestro mañana y nuestro día. Por eso, en nuestra región
también somos duales: moros o cristianos, cartagineses o romanos y blancos o
azules, y hasta morados.
Ahora mismo,
los futboleros andamos entre Messi o
Cristiano como antaño fue entre Kubala y Di Stéfano. Y la mayoría sabe para sus adentros las diferencias
entre unos y otros, pero es difícil que lo reconozcan hacia fuera. La parte graciosa es el humor con el que a
veces defendemos nuestras querencias, y la desaboría el cerrilismo con que
muchas otras negamos lo evidente.
Con los
arbitrajes sucede igual. Este fin de semana he visto varios partidos donde ha
habido graves errores arbitrales. En el del goleador Barça no hubo debate, pero
en el del Madrid lo pudo haber de no darse un desahogado final para los
blancos. El colegiado de turno —el nombre es lo de menos porque reparten sus errores
humanos, quiero pensar —se tragó dos penaltis
claros que le hicieron al Madrid; uno a Cristiano
y otro a Lucas Vázquez, como
excepción que confirma la regla de que casi siempre favorecen a los grandes. Asimismo,
al Valencia le escamotearon un clarísimo penalti que hizo un defensa del Betis con
el brazo extendido a tiro del exbarcelonista Montoya, que iba hacia la portería, con el árbitro a cinco metros;
¡increíble! En Segunda, al Cádiz le anularon un gol del yeclano Ortuño por un fuera de juego que no era
—como sufrió Jona del UCAM en
Córdoba—, favoreciendo al Getafe cuando iban empatados, que ganó, además, con
un penalti en el último segundo que pudo no serlo; el balón lo había perdido el
delantero getafense e iba hacia fuera. Pero a este respecto, es bueno recordar el
clamoroso y jaleado gol que no le dieron al Barça en el Villamarín hace dos
semanas. Como dijo acertadamente un técnico lúcido, si hubiese sido contra un
modesto se hubiera cacareado menos.
Sin embargo,
lo peor no es que los jugadores, técnicos o aficionados de a pie defiendan sus
querencias, sino que la RFEF, los directivos y algunos profesionales de la
comunicación sean contumaces en ellas.
Los
federativos de Villar no pueden
evitar su querencia al caciqueo con la designación del estadio de la final de la
Copa cada año, con lo limpio que sería designarlo al principio de temporada.
Así se evitarían espectáculos absurdos como el que protagonizan el Barça y el
Madrid si los culés llegan a la final, cuyos dirigentes también tienden a la
amenaza sobrada cuando el agua no va por su vereda; la suspensión del partido
de Vigo dio paso al irrisorio enfado de los merengues.
Y un mal ejemplo
de cantamañanas televisivos son el trío blablablá del Plus: Maldini, Robinson y el “nnnnnn” Martínez,
dieron otro curso de ramplonería en el Sadar. A Casemiro solo le ven fallos desde que Zidane le confirmó la alternativa que le diera Benítez. Le niegan sus virtudes, que no son las de malabarista ni
falta que le hacen, y disculpan los fallos de sus querenciados: Benzema marró un gol clamoroso y
aseguraron que fue por hacer un amago de mucha clase. Lo pontifican sin
inmutarse, desde su estúpido magisterio, sin asomar una sonrisa irónica ni
caérseles la cara de vergüenza.
Y es que, en
el fútbol querenciero también hay mansos. Se aculan en tablas y no tienen un
pase. ¡Cuántas anteojeras, Dios
mío! Y lo malo es que a los peores les
suele dar por la tele. ¿Por qué no se callarán?, como le dijo un rey a otro
insufrible elemento.
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